miércoles, junio 10, 2020

AFINIDADES Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 146

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  Romualdo se casó con su vecina Clorinda sólo por sus senos, porque decía que una mujer sin un buen busto era como una aceituna sin carozo. Y que no le fueran con eso de maltratador, machista y todas esas cosas. Era su convicción, su manera de pensar y punto. Aunque esto Romualdo sólo lo comentaba en una rueda de café con sus amigos, en el bar. Puertas adentro, Romualdo era otro hombre: serio, educado, madrugador sólo para barrer las hojas que tapizaban la vereda. En la intimidad del hogar Romualdo se extasiaba al admirar los 110 centímetros de busto que Clorinda lucía orgullosa, el que apretaba en un abrazo durante las largas noches de invierno culminando por quedarse dormido como un bebé con su osito de peluche. Se conocieron hacía veintiocho años atrás. Clorinda tenía por costumbre sacar a pasear a su perra a eso de las cinco de la tarde, oportunidad que aprovechaba Romualdo para tomar el té en el living con las cortinas de la ventana abiertas; hasta que un día se animó y salió a hablarle, en la esperanza de que ella quisiera tomar el té con él, una tarde. En ese entonces los dos contaban con treinta y dos jóvenes años; ambos solteros, sin apuro aparente mas con unas ansias de compartir la soledad que se les reflejaba en la mirada. Y no era que Romualdo fuera un interesado, porque también se podría pensar que, en su adolescencia, había salido con Martina sólo por tener el placer de besar sus muslos, los bien contorneados, los biselados por un toque mágico de la naturaleza. No señor. Había salido con Martina porque era una chica muy linda, y nada más que eso. Tampoco alguien creería que se hubiese puesto de novio con Yolanda nada más que sólo por palmearle su cola de sirena. Pero todo esto ya pertenecía al pasado, un ayer que Romualdo recordaba con placer, entre taza y taza y sorbo y sorbo. Cierta vez supo tener un abuelo ucraniano quien, a sus noventa y cuatro años, aún mantenía la firme convicción de ser ruso de pura cepa. Y siempre las cenas culminaban en una discusión acerca de los ancestros: ahí estaba mamá, papá, abuela, el abuelo ucraniano –o ruso, depende de dónde se lo mirara- y Romualdito bebiendo su sopa de letras. Era entonces cuando Romualdito presenciaba al abuelo ponerse nervioso y gritar hasta ruborizarse su piel blanca, muy blanca, ensanchándose la vena que le cruzaba la frente. Y la abuela finalizaba la discusión llevándoselo a la pieza, momento en que Romualdito escuchaba, tras la puerta cerrada, el ruido de un par de cachetadas. No había mejor integrante de la familia para acabar una discusión que la abuela. En cambio, en los veintiocho años que Clorinda y Romualdo llevaban juntos, nunca había habido algún fuerte intercambio de palabras: era como si cada uno tuviese su mundo, su isla, y la vida pasara dulcemente. A Clorinda, por ejemplo, le gustaba ver películas en blanco y negro. Romualdo, en cambio, había optado por la modernidad, poniéndose a tono con todo lo nuevo: celular de última generación, una computadora que no sabía siquiera encender pero estaba y un televisor plasma de varias pulgadas de alto, ancho y largo, ideal para ver a su actriz predilecta: Patricia Delay. Romualdo comenzó a obsesionarse con ella cuando sus amigos le hablaron de dos o tres películas en las que había actuado dando la casualidad que, en todas ellas, Patricia aparecía en una escena tomando un baño de espuma, pudiéndose apreciar toda la magnificencia de su escultural cuerpo. De esto también estaban enterados los dueños de la empresa de televisión por cable, porque siguiendo una costumbre maliciosa para con sus clientes suscriptos, habían decidido poner las películas de Patricia en un paquete fuera del servicio común y tener que pagar aparte para verlas. Pero Romualdo esto lo hacía con gusto y se quedaba hasta altas horas de la noche a solas frente al televisor, aguardando a que llegaran las escenas del baño. Romualdo podía, tal vez, pensar en comparar ciertas partes del cuerpo de Patricia con su querida Clorinda; sin embargo Patricia no le ganaba en tamaño de busto. Y quizás éste deleite de Romualdo Clorinda lo supiera, no obstante ella se contentaba con ir a la cama soñando con sus actores de las décadas del ´40 y ´50 quienes, si alguna vez pudiera verlos en color, los imaginaría teniendo ojos verdes, como los que tenía Carlos, su primer novio, cuando ella contaba 17 años; un romance que duró poco porque Carlos terminó el secundario y su familia se lo llevó a vivir al interior. La adolescencia de Clorinda disfrutó de otro romance al llegar Mario a su vida. Mario fue su primer amor físico, a los 19. Clorinda sintió el placer del cuerpo de Mario desnudo echado sobre ella, provocando un extraño efecto de sopapa con sus senos. Y el tamaño importante del miembro que Mario tenía entre sus piernas, logrando estremecer a Clorinda. Pero Mario tampoco duró mucho tiempo: antes del año de conocerse lo vio pasear del brazo de una morena, y ahí Clorinda juró no buscar más el amor, hasta que llegó Romualdo a su vida. Pero la inocencia de Clorinda era sólo en apariencia, porque ella sabía que Romualdo se quedaba mirando las películas de Patricia Delay hasta pasadas las dos de la madrugada, y sólo para esperar las escenas del baño; esto equivalía a decir que había un interés concreto por parte de Romualdo para ver desnuda a la que consideraba su máxima expresión de mujer. Hasta que una noche Clorinda decidió tomar el rumbo de los acontecimientos. Desde el dormitorio espió a Romualdo extasiarse frente al televisor. Se quitó el camisón y así, vestida solamente con su bombacha color rosa pálido, fue al living y se plantó frente a Romualdo, mostrando la generosidad de sus senos. A pesar de ello Romualdo no pudo apartar la vista de la tele porque justo en ese momento Patricia se estaba desvistiendo para entrar a la bañera. Clorinda tapó toda la pantalla, con sus brazos a modo de asas de ánfora antigua, apoyando sus manos en la cintura. Decididamente se trataba de una pose en verdad autoritaria, de las que denotaban a una persona con carácter o, por lo menos, a alguien que debía o quería o podía poner fin a una situación por demás ajena a los acontecimientos habituales de la vida. Romualdo le regaló una sonrisita, un beso soplado en la palma de su mano y le pidió, con cortesía, que se corriera porque Patricia estaba por meterse a la bañera. Este hecho llamó la atención de Clorinda y decidió juzgar por ella misma qué era, de esa mujer, lo que le atraía tanto. De espaldas, Patricia era como una mujer común, tal vez algo chata de cola. El tema pasó por verla de frente: sus senos eran pequeños y tenía entre las piernas una importante mata de pelos color azabache, cortados prolijos como penacho de casco romano. Luego vino el acto de pasarse el jabón y la espuma –según la cámara mostró- retozaba entre ese vello púbico, ayudada por la esponja en magistrales movimientos y masajes. Clorinda comprendió que lo que atraía a Romualdo eran los pelos color azabache, porque vio que él tenía sus ojos ahí, quedando con la boca entreabierta como si fuera un reptil dormitando al sol. Clorinda se sintió al momento por completo decepcionada, porque mantenía rasurada su entrepierna por expreso pedido de él, y esto venía desde años atrás, y ya era una costumbre. Clorinda se hizo a un lado, poniéndose al costado de la pantalla, y bajó su bombacha, mostrando a Romualdo su pubis lampiño tal y cómo él le había exigido siempre, mas esto no logró que abandonara la pasión de ver a su Patricia y su pelambre. Clorinda, en una patente muestra física, gestual, de enfado, se subió la bombacha y regresó al dormitorio, buscando en la paz y la quietud del sueño olvidar el asunto. Al día siguiente, durante el desayuno, Clorinda pensó abrir un debate en torno a lo que había sucedido, pero lo único que atinó a hacer fue derramar sobre la manga de la camisa de Romualdo un poco de café al servir. Clorinda ya tenía decidido dejarse los pelos, no sólo los de su entrepierna, sino también cavado y axilas, en un claro intento de rebeldía. O acaso Patricia Delay era más importante que ella?. Romualdo actuó como si nada hubiese pasado, evitando notar el rostro transfigurado de su pareja. Clorinda agarró su carrito y salió a hacer las compras, pasando por la verdulería y la carnicería, tratando de despejar su cabeza de pensamientos nefastos acerca de una traición por parte de Romualdo. Clorinda estaba segura que, si iniciaba el diálogo él llevaría las de ganar, como siempre hacía cuando discutían, o, si no le interesaba argumentar, se iba al bar a ver a sus amigos. Y seguro que Romualdo vería algún video de Patricia en el celular, cuando saliera de casa. La idea de llamar a la compañía del cable y pedirles que anulasen la suscripción del canal de Patricia Delay pasó por su cabeza, pero sería una herramienta que usaría en un caso extremo. Para la noche siguiente, sin embargo, Clorinda intentó mostrarse lo más romántica posible: se le apareció a Romualdo en el living con un camisón de tela casi transparente, gracias al cual se destacaban en todos sus contornos sus fabulosos senos. Además se perfumó con agua de rosas. Se puso delante de Romualdo, que ya estaba preparado sentado en su sillón favorito –porque todo hombre tenía un sillón favorito- y se puso a bailotear zarandeando los senos imaginando alguna melodía libanesa, hecho que obligó a Romualdo ladear su cuerpo de un costado a otro para poder captar alguna imagen de Patricia. Esto, desde luego, enfureció a Clorinda, que inició una serie de reproches los que fueron rechazados por Romualdo intensificando el volumen de su voz. La escena culminó como era de esperarse: Clorinda se fue al dormitorio, cerrando con cierta violencia la puerta, concluyendo en pensar en un naufragio luego de tantos años de convivencia. Durante el desayuno Clorinda no habló, sólo Romualdo, y fue para comentar que quería invitar a dos amigos a cenar, para ver un poco de televisión. Clorinda nada objetó, se limitó a agarrar su carrito y salir para la verdulería. El solo hecho de pensar que las cosas habían cambiado pero para mal, hacía que comenzara a detestar esa forma de vida. Porque Clorinda siempre había sido una mujer bondadosa, obediente, cariñosa, y notaba que, con el paso de los años, había empezado a gestarse entre ellos una especie de distanciamiento. Recordaba que, al principio, Romualdo no podía estar un instante sin ella, y cuando hacían el amor ella consentía todo lo que a él le gustaba: retozar con su nariz entre sus senos, haberse tenido que afeitar la entrepierna y hasta le perdonaba el hecho de que él siempre fuera el primero en acabar para luego darse vuelta y quedarse dormido. Ahora resultaba que tenía a una competidora. Y para qué tanto sacrificio? Lejos había quedado el hombre serio y educado que había conocido; el que la había invitado a tomar el té y charlar y conocerse; el que le abría la puerta para que pasara primero ella; el que se quedaba con ella viendo las películas en blanco y negro, y el que se enloquecía al verla desnuda estuviera depilada o no –aunque, si fuera completamente depilada, mejor. Después de almorzar Romualdo se preparó para salir, dijo que iría al bar a ver a los muchachos. Para qué al bar, si luego, a la noche, los traería a cenar?, pensaba Clorinda. Tal vez en Romualdo actuaran los genes del abuelo ucraniano –o ruso- y el paso de los años se fueran acrecentando; sólo que Clorinda no se sentía con las agallas como había tenido la abuela, que arreglaba todo con un par de cachetadas. Pero no, Clorinda era distinta y lo demostraría esa noche. El presupuesto había alcanzado para comprar un pollo, tres kilos de papas y dos cebollas. El resto se rellenaría con arroz y ya estaría la comida para la cena. Y si a los amigos de Romualdo no les gustara, que se fueran a comer a alguna fonda. Desde la cocina, a eso de las ocho de la noche, Clorinda los oyó entrar en la casa. Todos reían fuerte, como si no se hubiesen visto en años. Uno tenía el cabello colorado, y había entrado con un cigarro en la boca, elemento que no tuvo la suficiente delicadeza y amabilidad como para apagarlo o pedir permiso. Clorinda no quiso arreglarse como si fuera para salir a cenar o a algún lado: no se pintó los labios, no se maquilló las mejillas y si le vieran las axilas notarían que una incipiente vellosidad estaría asomándose. Usó para cocinar un vestido viejo y descolorido, cosa que, según pudo apreciar, a Romualdo no le cayó del todo bien. El pollo con papas y arroz lo devoraron en breves minutos, charlando y riendo de todo y por todo. Y el pelirrojo comía fumando su cigarro! El otro amigo, bajo de estatura y calvo, se la pasaba estornudando o aspirándose los mocos y tragándoselos o pasándose por la nariz la manga de la camisa, a manera de improvisado pañuelo. El momento clave de la noche llegó cuando se sentaron los tres frente al televisor: nadie agradeció por la comida, nadie ayudó a Clorinda a llevar los platos a la cocina y menos a lavarlos o secarlos. Desde la cocina Clorinda escuchó aullar a los amigos al empezar una de las películas de Patricia. El del pelo colorado estaba como loco, como un niño en el día de Reyes. El de los mocos comenzó a aplaudir en la escena del baño. Clorinda se cansó de todo: se sacó su viejo vestido, su sostén y su bombacha rosa pálido y así, desnuda como estaba, fue al living y se plantó frente al televisor, obstruyendo la visión de los espectadores. El colorado quedó con la mandíbula caída y los ojos duros como mármol, mirando los senos de Clorinda. El mocoso no paraba de reír como un histérico, y Romualdo estaba bramando de ira. Pero ya poco importaba todo eso: Clorinda fue a la repisita del living, agarró el jarroncito de cerámica y se lo tiró por la cabeza al pelirrojo. El mocoso sufrió el embate de un chino de porcelana, comprado en una barata en el mercado, y Romualdo frenó con la frente el retrato del abuelo ucraniano –o ruso- enmarcado en madera de nogal. Tanto el pelirrojo como el mocoso quedaron agarrándose las cabezas y maldiciendo a sus respectivos dioses, y Romualdo quedó duro como una estatua de sal, con una expresión en el rostro como de alguien que no encontrara palabras para descifrar tanto mal entendimiento. Clorinda aprovechó la confusión creada para encerrarse en el dormitorio y empezar a armar sus valijas. Por suerte su casa no la había alquilado, así podría volver a ocuparla. Pasó delante del trío de hombres: nadie tuvo el valor o la pureza de espíritu como para decirle algo, y menos Romualdo, que quedó momificado por la inusual reacción. Bastó arrojarle algo por la cabeza para que se diera cuenta que, al lado de él, tenía a Clorinda. Mañana ya sería todo distinto: saldría a hacer las compras, con su carrito, y pasaría por la panadería y la verdulería. Sobre todo, por la verdulería, para ver al verdulero, que tenía unos ojos verdes que… mmmmm…
Marcelo Pérez
4/Junio/2020

PP  23  3  146




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