sábado, junio 08, 2019

EL CLUB DE LOS MARIDOS OBSOLETOS de Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 33

EL CLUB DE LOS MARIDOS OBSOLETOS
(cuento corto) por Marcelo Pérez
En octubre del año pasado le dieron la bienvenida honorífica al CMO (Club de Maridos Obsoletos) a Manfred Von Pennocke, oriundo de Röttingen pero venido de Makarska, Croacia. Con lágrimas en los ojos Manfred recibió la condecoración de parte de Tiberio Minnefrega, presidente vitalicio. Seguidamente un cálido aplauso a cargo de todos los socios que estaban reunidos en el salón auditorio fue el preludio para escuchar la palabra de Manfred quien, emocionado y secando un par de lágrimas con el pañuelo del bolsillo chico del traje, dijo, más o menos, lo siguiente, según puedo recordar: “Muchas gracias estimados amigos. Esta condecoración que tengo en mis manos ha sido largamente esperada por mí. Ya sé que muchos de ustedes desearían estar en mi lugar pero créanme, no ha sido ni es fácil. No ha sido fácil porque he tenido que pasar por siete matrimonios y, a mis sesenta años, ya no deseo estar comprometido sentimentalmente. Fueron años en los cuales han pasado muchas cosas, mis trece hijos así lo pueden atestiguar. Pero hemos salido para adelante y, como les decía, haber logrado la membresía, pertenecer a esta ínclita institución me enorgullece, y es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida”. Siguieron aplausos y vítores y un fraterno abrazo con el presidente y el tesorero –que había comprado la condecoración- Ubaldo Labandurria. También hubo fotos que serían publicadas en la revista del club. Porque, en verdad, Manfred se merecía eso y mucho más. Como él lo había confesado, se había casado siete veces y divorciado otras tantas; además de sus matrimonios haber dado trece frutos. Su última esposa, la decimocuarta, lo había echado de casa por inútil, porque Manfred ya no gastaba sus uñas en salir a buscar trabajo, como antes. Ya todo eso había pasado y se contentaba con quedarse en casa leyendo el diario o perdiendo el valioso tiempo registrándose en cuanta red social aparecía por Internet. El último sitio web que había visitado fue www.chula-chulapón.cu, donde más de un millón de incautos enganchados buscaban pareja para rehacer su vida, sin saber que el sitio sólo servía para disparar publicidad engañosa. Pero de esto Manfred no se había dado cuenta y varias veces su decimocuarta esposa lo encontraba chateando con alguna mujer radicada en el otro extremo del planeta. Una vez tomó contacto con una esquimal y hubieran quedado en encontrarse si no fuera porque los separaban 20.000 kilómetros de distancia. Sin embargo, Rita Ygloo –que así se llamaba- según el último chateo le dijo que estaba muy ansiosa por conocerlo personalmente y que se tomaría el próximo avión que volara a Croacia y que se encontrarían en un bar, porque no era cuestión de que una señorita se viera con un caballero desconocido en medio de la calle, a la vista de todos. Pero la decimocuarta esposa –vamos a llamarla Angélica, para no estar diciendo o llamándola “decimocuarta” a cada rato- pero Angélica un buen día se cansó de todo, cortó el cable de Internet y le dio plazo de quince días a Manfred para que rectificara su actitud de hombre inservible. También estaba el tema de los tres hijos que había tenido con Angélica: había que pagarles los estudios, vestirlos, calzarlos y darles de comer. Qué más? Descorazonado, deprimido y cabizbajo Manfred sin la Internet y sin poder entrar a su sitio preferido de citas (el chula-chulapón) pasaba las tardes sentado en el banco de la plaza, mirando pasar las chicas y pensando cómo sería su vida si estuviese casado con cada una de ellas. Angélica le reiteró el ultimátum que le había dado, porque veía que Manfred no salía a buscar trabajo y se la pasaba holgazaneando de aquí para allá. Otra cosa que hacía, si no iba para la plaza, era sentarse en el bar y pedirse un cafecito. Como conocía al dueño, éste le llegó a fiar 250 cafés consumidos en menos de 30 días, hasta que le cerraron la cuenta porque si no, no la hubiese podido pagar más. De hecho, jamás la pudo pagar y evitó pasar por el bar y ser reconocido como un moroso incurable.
La oportunidad de ser un hombre nuevo y dejar todo atrás se le presentó cuando tomó conocimiento de la existencia del CMO, o sea, Club de Maridos Obsoletos; un círculo demasiado cerrado, sólo para hombres, que albergaba típicos casos que sólo se podrían encontrar en el universo varonil: hombres separados, divorciados, repudiados por sus esposas o por sus amantes y todos aquellos cansados de la convivencia matrimonial. Era como otros clubes londinenses de hombres solos, que se pasaban el día hablando de política y leyendo el diario en el salón de la biblioteca. Este quedaba en Tavistock Place, cerquita del Museo, en un amplio departamento. Constaba de un auditorio, oficinas, una sala de reuniones y un pequeño bar. El requisito indispensable para ingresar al club era estar divorciado o separado. También daban la bienvenida a los gays, siempre y cuando no estuvieren en pareja. Y el caso más extraordinario era, sin duda, el de Manfred, porque ninguno de los restantes socios del club había estado casado y divorciado o separado tantas veces, o tenido la cantidad de hijos que decía tener. Sus hijos ya eran grandes; todos, con excepción de los tres tenidos con Angélica, pasaban los 20 o 30 años y ya poco o nada los veía. Este asunto –me refiero a los hijos- era el que tenía muy mal a Angélica, porque, justamente, gastaba una parte importante de su sueldo de mesera en contratar abogados y detectives. Estos se encargaban de recorrer toda Croacia tras los pasos de Manfred, quien había huido a Londres para refugiarse en el club. Todos recuerdan cuando llegó Manfred: un día nublado, gris, típico, con una maleta y llevaba puesto un sobretodo marrón. Pidió hablar directamente con el presidente, Tiberio Minnefrega, un italiano que había llegado a ocupar ese cargo por fallecimiento de Henry Lockwood, natural de Yorkshire, quien había contraído matrimonio a los 69 años con una doncella de 19, pero que no había podido soportar el cautiverio que significaba estar casado para divorciarse a los pocos meses. Enterado de la existencia del club pidió ser aceptado, lo que sucedió de inmediato. Sin embargo no aguantó mucho tiempo la soledad: al alquilar por unas horas una trabajadora de la calle murió de un infarto en un miserable cuarto de hotel, en Whitechapel, al momento de ella quitarse la ropa y mostrarle sus atributos. Y en el club se habían puesto contentos al haberlo nombrado presidente, porque era el socio más viejo que tenían. Por suerte para ellos llegó Minnefrega, salvándose de ser reducido a golpes por una italiana que lo había descubierto teniendo sexo con un amante, un joven de 20 años que trabajaba en un almacén. Y Minnefrega quedó a cargo de la presidencia ya que, a los 79 años, a poco podría aspirar. Mas Manfred pensaba que él debería estar en ese lugar debido a su prontuario social, que, de todas maneras, era superior al del resto. En realidad pensaba que los socios lo habían nombrado a Minnefrega presidente vitalicio por el simple hecho de ostentación de título o por ser mayor, en cuanto a edad, que los demás. De modo que, volviendo a Manfred, un buen día decidió irse de su casa, abandonar a Angélica y sus hijos y escapar de Croacia como fuese. Echó mano del poco dinero que quedaba y partió para Londres, en busca de una mejor fortuna. Sentado a la mesa del bar del club, Manfred hacía un repaso de su vida y recordaba cómo había conocido a Angélica. Sin dudas fue la mujer que más perduró en su vida, ya que los tres años que habían pasado juntos fueron, pensaba él, gratificantes. Nadie lo supo, pero Manfred se refugió en Croacia luego de todos sus anteriores fracasos matrimoniales. Antes de huir de la casa que pertenecía a su decimotercera esposa, le había dejado las llaves a una vecina, diciéndole que tenía que viajar urgente por un negocio y que estaría de vuelta en 48 horas. Pero no fue así. Una vez llegado a Croacia Manfred se empleó en el puerto, levantando bolsas, barriendo ratas y comiendo zanahorias para sobrevivir, hasta que comprendió que esa no era forma de vida para él. En breve tiempo conoció a Angélica, una empleada del bar del puerto; atendía las mesas con olor a fritura que le acariciaba el pelo y se desparramaba por su camisa entreabierta hasta rozar los pezones. Manfred comprendió todo eso y deseó poseer a esa mujer de cuerpo grande, palmas amplias, de las que –decían- denotaban a mujeres hacendosas. Por eso él, mirándola servir las mesas, enseguida comprendió todo: Angélica sería su nueva mujer. Permaneció en el bar hasta tarde, ya casi los demás se habían ido. Detrás del mostrador quedaba la dueña, una vieja simpática que entornaba sus ojos y se acodaba sobre la caja registradora en un deseo de echar a todos y poder cerrar de una vez. Y Angélica que servía la última mesa. Manfred la llamó una vez más y le pidió un café. Pero no fue hasta que ella se acercara demasiado para dejar el pocillo sobre su mesa, que un tenue aroma a chocolate invadió sus sentidos. Sí, Angélica no olía a rosas, no olía a perfume barato o agua florida: Angélica olía a chocolate, más allá del aceite refritado que le acariciaba los senos. Pensó que, tal vez, ella habría estado preparando una torta o algo así. Quiso preguntarle pero se marchó rápido, yendo al mostrador a despertar a la vieja para que cobrara. Y Manfred que no quería irse. Cuando vio que Angélica pasó detrás del mostrador y comenzó a quitarse el delantal entendió que ya era momento de cambiar de aire. Se levantó de la mesa y se acercó al mostrador. La vieja cerró la caja y se fue para el fondo. Angélica agarró su cartera, se miraron a los ojos y Manfred le pidió de irse juntos. Sí, ahí se dio cuenta que era cierto: Angélica olía a chocolate. Caminaron unas pocas cuadras, solitarias, y el deseo de Manfred se plasmó en decirle que quería estar un rato con ella. Angélica abrió la puerta de una casa muy pequeña y lo invitó a pasar. Manfred estaba en su noche de gloria, con esa mujer. El living de la casa era muy sencillo: una mesa con cuatro sillas, un aparador con múltiples objetos y, entre ellos, bañada bajo la tenue luz de una bombita que pendía del techo, una pipa. Y con su bolsa de tabaco y todo. Angélica fumaba en pipa!. Manfred se acercó al aparador y tomó la pipa entre sus dedos, la olió y volvió a él el aroma del chocolate. Ella preguntó si tomaba café, pero el momento pudo más: se acercó y la abrazó. Por primera vez sus labios resbalaban por su cuello, mezclando el aroma a chocolate con el de fritura. Pero el chocolate había vencido. Continuó besándola hasta que sus labios se acercaron al primer botón abrochado de la blusa. Su momento sublime fue cuando sus dedos desprendieron los botones y salieron a relucir un par de senos generosos, duros como montañas y unos pezones que deseaban ser mordidos. Esa noche se amaron como la última vez. En el alcoholismo del sueño, Manfred sintió que angélica lo despertaba porque tenía que irse a trabajar, y él también, claro, aunque ya lo habrían despedido por no haberse presentado a las seis de la mañana. Ella saltó de la cama y fue a ducharse. En las aristas del despertar, Manfred recordó el aroma a chocolate. Se levantó con lentitud y fue a buscarla. Desde el comedor se oía el ruido del agua correr. Al entrar al baño se volvieron a amar y sellaron su amor que los había unido. Al poco tiempo de haberse casado Manfred entró en un estado de depresión por no conseguir trabajo, ni siquiera en el puerto porque ya no había más ratas que barrer. Su decepción lo obligaba a quedarse largas horas en la plaza o en el café, hasta que empezaron los reproches de Angélica. Los hijos casi ni veían a su padre: cuando se iban al colegio a la mañana, él no estaba; cuando volvían, ya se había ido a la plaza. Cuando recibió el ultimátum de Angélica, Manfred ya había tomado su resolución de irse y formar otra pareja o estar solo. Eligió estar solo y se fue a Londres. La ensoñación y los recuerdos finalizaron y Manfred se encontró en el bar del CMO, revolviendo el café con la cucharita.
De pronto su paz fue quebrada: escuchó tumulto, gritos e improperios que provenían del hall del club. Como el griterío no cesaba se levantó de la mesa y fue a ver. Había un puñado de socios que estaban gritándole cosas a Ubaldo, el tesorero. Algunos lo empujaban y el tipo –gordito, rechoncho, de piel algo grasienta- se balanceaba entre un grupo y otro hasta que cayó al suelo. La revuelta atrajo también al presidente, que bajó presuroso de su despacho a ver qué estaba pasando. Ante varios y reiterados pedidos de explicaciones alguien se convirtió en portavoz del grupo agresor y explicó que le habían descubierto a Ubaldo una fotografía posando al lado de una mujer desnuda. Ubaldo, ante la inquisitoria, reconoció, entre un mar de sudor, frecuentar a una señorita que había conocido en el mercado de Camden Town. Entre todos, lo palmearon fuerte en la espalda, le dieron coscorrones en la cabeza. Minnefrega, con voz impostada, decretó que Ubaldo Labandurria fuera solemnemente echado del club por incumplimiento de las sacras normas. Mientras continuaban los castigos corporales y verbales un par de socios fue a su oficina y comenzó a tirarle todo: carpetas, papeles, tinteros, su máquina de escribir, y todo lo que atestiguara su paso por el club a cargo de tan noble puesto. Seguidamente le sacaron los pantalones, los que serían izados en el mástil del club, en la terraza, y luego lo empujaron a la calle. Manfred quedó atónito al contemplar todo ese proceder; varios socios exigieron una reunión general en el salón auditorio para refrescar las cláusulas del contrato de fidelización y nombrar nuevo tesorero. Lo cierto era que, para Manfred, ser socio del club era un hecho trascendental en su vida; él era escuchado y podía ser comprendido por los demás, en un ambiente donde todos compartían las mismas cosas, las mismas anécdotas y encaraban similares proyectos para sus vidas futuras. En verdad, Manfred preferiría arrojarse al Támesis y acabar así sus días antes que dejar de pertenecer al club. Durante la reunión efectuada en el auditorio se votó para que Manfred asumiera el cargo de tesorero que Ubaldo, por razones de fuerza mayor y que habían sido de público conocimiento, había dejado vacante. Con lágrimas en los ojos Manfred agradeció, en un acto solemne, a todos el cargo, y especialmente le dio las fraternales gracias a Minnefrega, porque Manfred ya había encontrado su lugar dentro del caótico mundo. Manfred se instaló en lo que era la oficina de Ubaldo, dedicándose a archivar nuevas carpetas, frasquitos de tinta y ordenar papeles. Los días que siguieron transcurrieron en total normalidad. Sin embargo una tarde en la cual dos socios habían salido a tomar unas cervezas, estando caminando por Bond Street divisaron, a unos cincuenta metros delante de ellos, a un monje capuchino que iba del brazo de una mujer rubia. Y esas cosas de la vida quisieron que a éstos dos socios les llamara la atención la forma de caminar del monje: una manera de balancearse, al dar los pasos, que les resultó familiar. Se adelantaron para verle la cara porque con la capucha puesta había sido imposible identificarlo de atrás. Enorme sorpresa se llevaron cuando descubrieron que el monje no era otro que Tiberio Minnefrega, el presidente del club. El mismo, sí! Y qué haría con esa mujer? Claro, Tiberio se habría sentido avergonzado de ir por la calle con la rubia y había optado por disfrazarse. Fueron duros con él y no aceptaron las explicaciones que dio, diciendo que se trataba de una sobrinita. Y la supuesta “sobrinita” le exigía a Tiberio el pago por el servicio de escolta contratado. Comenzaron a pegarle cachetazos y golpes en la barriga, y para no armar más escándalo porque la gente ya estaba mirándolos y podría acercarse en cualquier momento un policía, lo metieron a empellones en un taxi. La chica quedó gritando, armando alboroto. Cuando llegaron al club lo bajaron de un empujón del auto y lo metieron en el hall, lo más rápido posible para no levantar sospechas. Llamaron a gritos a todos los socios, los que, al llegar y enterarse, no les importó la edad biológica de Tiberio y empezaron a darle patadas y golpes de puño. Manfred se asomó para ver cómo trataban al ex presidente, pero no pudo hacer nada porque los socios que lo habían descubierto con una mujer ya tenían prueba suficiente. Le quitaron el traje de monje y los pantalones; acto seguido, sin esperar que Tiberio se disculpara con todos, lo empujaron a la calle. En el mástil del club ya ondeaban dos pantalones. Se llamó a una urgente asamblea para institucionalizar renovar el cargo de presidente, hecho que, de acuerdo a la edad que cada uno tenía, recayó la responsabilidad en Manfred. Manfred volvió a llorar de agradecimiento a todos por tanta pasión entregada. Luego de tirar todas las pertenencias de Tiberio y limpiar la oficina, Manfred se acomodó en el sillón honorífico. Ya lo tenía todo, qué más podía pedir? Si tratara Angélica de tomar contacto con él la demandaría ante algún alto tribunal. Sus hijos tampoco importaban, se sentía feliz, el club le pertenecía, todo lo que había hecho en su vida, sus siete matrimonios, sus trece hijos, su periplo por distintos países, todo, absolutamente todo estaba por debajo del club, el club era lo máximo, lo máximo… Una tarde de diciembre tocaron a la puerta. Dos socios fueron a ver quién era; luego se dirigieron a la oficina del presidente. Manfred no pudo ocultar el terror que invadió su rostro, cuando le dijeron que una tal Rita Ygloo estaba en la puerta preguntando por él. En el mástil del club ya ondeaban tres pantalones.

Marcelo Pérez 6/Junio/2019


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´Lei que fumar era malo y dejé de fumar, leí que las frituras eran malas y dejé de comer, lei que el sexo era malo y dejé de leer´ Paginantes
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´Barco se hundía x sobrecarga, capitán ordenó "arrojen la sobrecarga", se salvó "Suerte que había sobrecarga!" dijo´ Macedonio Fernández
"Fui víctima de la calumnia, de la ingratitud, de la injusticia, tantas veces... y algunos días o algunas noches, tengo el alma cansada" Luis Alberto Battaglia
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