domingo, julio 25, 2021

UN SOBRE DE TAMAÑO A4 DE PAPEL MADERA Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 341

Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?
UN SOBRE DE TAMAÑO A4 DE PAPEL MADERA Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 341



La primera desazón que tuvo fue cuando vio sus manos. Y nunca se había dado cuenta porque una cosa era verlas todos los días, personalmente; y otra, muy distinta, la imagen que le devolviera una fotografía. Recordaba no haber aparecido en alguna foto hacía años; y durante todo ese lapso de tiempo se podría inferir que estuvo transitando por una especie de vacío, un cono de oscuridad como el que proyectaría la Luna sobre la Tierra durante un eclipse. La realidad fue que, durante esos años, no se dio cabal cuenta de que la vida le pasaba por al lado sin siquiera tocarle el hombro; ni un pequeño intento de avisarle que acontecía. Fue consciente de que, en un momento, haya dicho que no deseaba salir en fotos; y esto lo pensó o lo dijo de una manera casi inocente, hasta con una sonrisa en los labios para que el que accionara la cámara no pensara que lo estuviera diciendo de verdad. Pero así era, era cierto y era la verdad. Esa improvisación de excusa de que estaba sin peinarse, o vistiendo desprolijamente, fue tomada por verdadera, y ya el fotógrafo buscaba otra persona a quien retratar. Sin embargo fue sorprendido por un flash durante una reunión de cumpleaños. De pronto la luz lo cegó, él estando de pie, en un rincón, sosteniendo entre sus dedos una copa de champagne. Y fue tarde para negarse, porque su imagen ya había pasado a emulsionarse en la película. A los dos días de este suceso, una mano anónima echaba por debajo de su puerta de calle un sobre tamaño A4, de papel madera, conteniendo su fotografía, vilmente ampliada. Lamentó no haberle pedido el teléfono al fotógrafo, como para ir a su estudio y decirle algunas verdades. Y más sabiendo que se había visto a sí mismo en la foto, y que dudara, por unos segundos, de si la persona que estaba retratada fuera él. Se sentó en el sofá, respirando hondo, observando la foto. Vio sus manos, las que sostenían la copa, y no las pudo reconocer como propias. Habían cambiado tanto, en todos los años ciegos, que le costó identificar los dedos doblados, y las venas que sobresalían de la superficie de la piel. Parecían manos de artista, o trabajadas en arcilla, o en cualquier otro material que no fuera carne. Milton provenía de una estirpe familiar la cual padeció eternamente el desasosiego, la pesadumbre, la depresión anímica. Su abuela, Rosalina, siempre decía que era triste llegar a viejo; por eso, a los 87 años, se arrojó desnuda desde el piso 14 de un hotel 5 estrellas, luego de haber compartido un té con un desconocido. Y el abuelo Nuño se suicidó después de haber cortejado infructuosamente, durante dos años, a una doncella de 16. Papá Edmundo, en cambio, había nacido con inferioridad de conciencia reducida. Los médicos, luego de haberlo estudiado durante años llegaron a concluir que su accionar se limitaba a una zona más angosta del cerebro, en perjuicio de la variedad y la riqueza de pensar. Edmundo era capaz de discurrir una o, a lo sumo, dos cosas al día, y allí dirigía toda su energía. Cuando le había dicho a su esposa Livia que quería que engendraran un hijo, al cual llamarían Milton, siempre ella creyó que se trataba de una broma hasta que lo vio desnudo al pie de la cama, acariciando su miembro. En ese instante, mamá Livia se tumbó, separando sus piernas en espera de que el milagro se realizara; pero, al momento, papá Edmundo cambió de opinión y se puso a jugar, desnudo como estaba, con su autito a cuerda. Tres años después de este incidente casero, papá se decidió y tuvieron su minuto de sexo, pero la semilla no germinó. Al paso de los años Milton recordaba esto porque mamá Livia se lo había confesado una tarde de tormenta, cuando ya Edmundo hacía diez años que había fallecido. Pero esto Milton solamente lo supo a un requerimiento propio, con la única idea de saber cómo era su padre. Y lo primero que le vino a la mente, a Livia, fue rememorar esas dos instancias en la vida de ellos. Ni Edmundo ni Milton lo supieron jamás, pero Livia, en varias oportunidades, sintió cálidos deseos de tener un amante, ya que ella se consideraba la más sana –mentalmente hablando- de la familia. Todavía recordaba cuando ella y su marido fueron invitados a la fiesta de casamiento de su prima Margarida, y Edmundo pasó gran parte de la reunión tirando bollitos de papel contra la lámpara del techo del salón, la que atrapaba los insectos; y se reía cada vez que un bollito tocaba el enrejado electrificado, incendiándose espontáneamente. Luego, en la pista de baile, la gente lo miraba cómo se entretenía viendo girar la bocha espejada, quedándose parado debajo de ella. Fueron tiempos duros, durante los cuales los intentos de Livia por disimular la deficiencia psíquica de su marido a veces no le rendían buenos frutos. Porque muchos, en especial casi todos los integrantes de la familia, ya conocían cuál era el problema; otros se preguntaban retóricamente –porque hubieran sentido vergüenza de haberlo hecho directamente mirando a Livia a los ojos- por qué no encerraría a Edmundo en una clínica psiquiátrica aunque, tal vez, esto saldría tanto dinero que no sería capaz de afrontar todos los gastos. Pero el asunto estaba muy claro sabiendo lo que habían sufrido sus propios padres. Sin ir más lejos, Rosalina, tiempo antes de arrojarse al vacío, soñaba con encontrar a su verdadero amor, a pesar de haber cumplido las bodas de oro con Nuño. Y este pensar la mantenía ocupada todos los fines de semana, principalmente los domingos, cuando esperaba en la puerta de un hotel 5 estrellas e invitaba a tomar el té a cualquier caballero que veía pasar. Claro que Nuño no estaba enterado; él creía que su mujer salía a tomar el té con amigas. En cierta ocasión, uno de esos supuestos caballeros aceptó la invitación y, al finalizar el té, le dijo a Rosalina de subir a una habitación y tener un poco de sexo. Pero ella no estuvo tan convencida, porque, a lo largo de la conversación durante el té, descubrió que el tal caballero no sería tal desde el momento en que comenzara a tocarle las piernas por debajo de la mesa. Sí, era apenas un mozalbete de 20 años, portador del fuego, todo un Prometeo. Este joven terminó por ser un desalmado y un desubicado, y la cosa no pasó de ahí. Pero el día en que otro hombre fue invitado y que ella descubriera que podría llegar a ser su gran amor, fueron a la habitación del piso 14 en un rapto de pasión candente. Mas toda la ilusión que Rosalina había puesto se desvaneció cuando él le confesó que era casado. El rostro de Rosalina se transformó; se quitó sus vestimentas y así, como pájaro libre, desnuda se arrojó al vacío. Lo último que supieron fue que al hombre lo encerraron en un calabozo culpándolo de secuestrador y violador, nunca más lo volvieron a ver. El entorno del living de la casa estaba poblado de recuerdos. Los párpados entrecerrados de Milton lo conducían en una leve ensoñación. En este estado subliminal fue presente la imagen de su abuelo Nuño. Era un hombre de dos metros de altura, corpulento, de cabeza y manos gigantes. Se había criado en el campo, entre los cebúes, y cuando conoció a Rosalina y a pesar de casarse con ella, tenía la obsesión de experimentar lo que sería conocer a una mujer virgen, dado que la mayor frustración en su vida había sido la de descubrir que Rosalina no lo era. De esto se enteró recién en la noche de bodas, dado que Rosalina evitó tener contacto sexual con él antes de casarse por la sencilla razón de que le quedara un leve trauma por un novio anterior, un picapedrero, el cual la desflorara sin su consentimiento. Esto ella nunca se lo contó a Nuño; ni siquiera le explicaba alguna vez el por qué. En ese justo momento, de la primera noche de miel, teniendo a su mujer en la cama, esperándolo ansiosa, y él darse cuenta de la cruel realidad, se sentó en el suelo, en un rincón, escondiendo su cara entre sus brazos. Fue tanto el golpe emocional que recibió que quedó ahí y así hasta la mañana siguiente. Debido a esto, Nuño, ante su decepción, comenzó a cortejar a la hija de Margarida, a quien conociera en una reunión familiar. Quedó tan prendido de ella que no le importó que tuviera tan sólo 15 años, y a quien acosara hasta que ella estuviera cercana a los 17, siempre él recibiendo una negativa respuesta. Esto fue la gota que rebasó la intelectualidad y el entendimiento de Nuño, y la principal causa por la cual se suicidara arrojándose al paso de un tren, dos meses después del terrible suceso que acabara con la vida de su esposa. Pero esta ambición de Nuño por la virginidad de las mujeres la mantuvo desde siempre, asaltándolo recién a los 80 y pico la noción de que la vida se le escurriría entre sus dedos antes de poder disfrutar algún desfloramiento. Milton se sirvió una taza de café solo, volviendo a su sofá para seguir meditando. Y fue que pudiera reaccionar, volviendo a encarar la realidad, cuando oyera algo así como un leve silbido. La ventana estaba bien cerrada, por lo que no pudo haberse colado viento de la calle. Con el rabillo del ojo detectó algo que habían pasado por debajo de la puerta. Sin duda otra misiva, tal vez la misma mano anónima de antes había permitido deslizar otro sobre tamaño A4, de papel madera, habiendo sido el raspar de la hoja contra el piso el ruidillo que había escuchado y que tomara como una cortina de aire. Se levantó y recogió el sobre. Dentro, había otra fotografía, y ésta mostraba un primer plano de su rostro, donde se podían apreciar perfectamente las arrugas que lo surcaban. Milton podía ver todos los pliegues de su piel de forma más nítida que cuando se veía en el espejo del baño. Y había arrugas más profundas que otras, bordeando sus ojos, trazando su frente arada y hasta unas que dividían su nariz en varios cuartos. Milton sintió deseos de romper esa fotografía. Además de todo esto, el fotógrafo había tenido el descaro de hacer una ampliación sólo de su rostro, de la anterior foto que le había enviado. Había que no tener vergüenza de haber hecho una cosa así, porque lo único que había logrado fue que Milton dejara de ocuparse de sus manos para centrar toda su atención ahora en su cara. Corrió al baño para verse en el espejo y no notar tantas arrugas como tenía la foto. Después recordó el caso de sus abuelos maternos, María y Mario, eternamente jóvenes según los apreciara en una foto que conservaba de ellos. Siempre se había especulado en que ellos eran hermanos, porque los dos eran muy parecidos en cuanto a su fisonomía. Tal fue así que, para evitar todo tipo de escándalo, habían huido al interior, escondiéndose en algún pueblo rodeado por la selva, donde pudieron sellar su amor lejos de las opiniones y envidias de todos. Ahí engendraron a Livia, crecida entre el verde de la vegetación. Y Milton, al llegar a la tercera taza de café, pudo entender por qué su foto le había hecho recordar a sus abuelos maternos: la expresión de su rostro, como sorprendido, que también se habría reflejado en María y en Mario cuando una patrulla militar los descubriera, llevándolos presos a la ciudad acusados de incesto. Debido a esto Livia quedó al cuidado de un monasterio de monjas, las que le concedieron la libertad una vez que cumplió los 30 años. Desconsolada, desamparada y solitaria, conoció a Edmundo en la estación de trenes. Y sólo se compadeció de él cuando vio que gastaba todas sus monedas jugando a la máquina de la grúa, y veía que lloraba sin consuelo al no poder atrapar al conejito que tanto le gustaba. Livia se aproximó, pidiéndole manejar ella la grúa hasta que pudo sacarle el conejito, hecho que Edmundo se lo agradeció toda su vida. Esa noche fueron felices, la pasaron en un hotel: ella durmió en la cama y él en el suelo, abrazado a su conejito. Muchos años luego de estar casados tardó Livia en descubrir cuál era el problema mental que aquejaba a su marido, hasta que decidieran, por mutuo acuerdo, comenzar a consultar a un especialista, el cual lo derivara a otro y este a otro y este a otro, desembocando en una verdadera junta médica, la que apenas pudo ser pagada con lo que ganaba Livia limpiando pisos. De todo este hercúleo esfuerzo protagonizado por su mujer Edmundo nunca se enteró; él creía que estaba de visita en un hotel donde lo trataban muy bien, le servían la comida y hasta lo bañaban un par de mucamas, riéndose cada vez que le enjabonaban el pene viendo cómo éste se endurecía. Livia, durante todo el período que su marido estuviera internado, trató por todos los medios de evitar que se supiera la verdad, cosa que logró comentando que él había tenido que viajar por motivos laborales. En ese mientras tanto, la antigua idea de Livia de conseguir un amante que la pudiera ayudar económicamente no había abandonado su cabeza. Conoció a Simeón, un haitiano que, en principio, la trató muy mal, pegándole por los pocos dineros que ella llevaba a casa luego de fregar los pisos, hasta que, convenciéndose de que Livia era una gran mujer, de buen corazón, se disculpó con ella, preparándose para hacer el amor y concebir el hijo que tanto deseaba tener. En un rapto de lucidez consciente, una tarde de marzo Edmundo descubrió que, lo que él había creído fuera un hotel elegante donde estaba, no era más que un sanatorio psiquiátrico, y que las dos mucamas que se encargaban de bañarlo y reírse de su pene erguido no eran más que simples enfermeras, logró escaparse de su habitación encontrando en la cocina del hospital una gran máquina picadora, dentro de la cual se arrojó y fue su cuerpo rebanado al instante, quedando prácticamente irreconocible. Esta horrorosa muerte fue anunciada a Livia quien tuvo que hacerse cargo de recibir, en una lata, los restos de su marido, teniendo las autoridades del hospital ningún cuidado o interés en separar, previamente, la carne que había para el consumo diario con la de Edmundo. Y como éste no hubiese tenido tiempo ni oportunidad de dejar en claro qué deseara que hicieran con su cuerpo luego de su fallecimiento, Livia y Simeón decidieron que lo mejor era arrojarlo al mar, dándole un digno descanso eterno. Milton recordaba la fotografía que tenía de su madre y Simeón, sonriendo frente a la playa, una vez que terminaran con las exequias de papá Edmundo. Milton se dirigió al cuarto de baño para observar de cerca nuevamente sus arrugas. Había un par de surcos bastante profundos, los que, si tuviese el dinero suficiente, podrían sr cubiertos por un buen cirujano plástico. Y esto le hizo recordar la última vez que viera a Simeón. Él era chico, tendría unos 10 años. Simeón le dio un beso en la mejilla, diciéndole que se iba a trabajar para no volver más. Años más tarde, ya siendo grande y escuchando las confesiones de mamá Livia, se enteró que Simeón se había fugado con la ginecóloga que atendía a mamá, y se habían instalado en alguna isla del Caribe. A pesar de esto, mamá guardaba en sus entrañas la simiente de un hijo, lo que la mantenía con la esperanza de seguir viviendo. Sin embargo, quedó sola y enferma, desapareciendo de este mundo cuando Milton arañaba los 50. Esta última imagen quedó detenida en la mente de Milton, mirándose al espejo. De improviso, escuchó el deslizar de otro sobre que tiraban por debajo de la puerta. Dejó presuroso del baño para encontrar otro rectángulo de tamaño A4, de papel madera. Tomó el sobre y salió, con la esperanza de dar con quien lo hubiera dejado, mas la soledad de la calle le respondió con su habitual sopor. Entró en la casa, abriendo el sobre, encontrando otra fotografía suya. Esta vez habían hecho una ampliación de la ampliación, mostrando solamente sus ojos. Y estos ojos de ahora se veían con el iris mucho más transparentes, habiendo perdido el color que tenían en su juventud; y además presentaban varios puntos negros, lo que correspondía con distintas dolencias y trastornos orgánicos que aquejaban a Milton desde hacía tiempo. De inmediato fue al baño, a verse en el espejo. La foto estaba en lo cierto: sus ojos habían perdido toda su lozanía, y hasta en uno de ellos –el derecho- se notaba una pequeña nube blanquecina, a punto de cubrir parte de su pupila. ¿Cómo podría ser que antes no lo hubiera notado? Parecía mentira que bastara una fotografía para ver las diferencias. En el ropero que estaba en el living guardaba varias cajas de cartón repletas de viejas fotos. Sacó todas las cajas; había, en total, 20. Abrió cada una de las cajas y volcó sobre el piso del living todas las fotos. Ahí fueron las de papá Edmundo, mirando fijo una paleta de caramelo; otra de mamá Livia con Simeón; una de María y Mario; otra de sus vacaciones; el abuelo Nuño abrazando a su amorcito de 16 años; la abuela Rosalina, poco antes de suicidarse –también encontró un recorte de periódico donde daba cuenta la terrible noticia, con una foto en blanco y negro de su cadáver cubierto con una frazada suministrada gentilmente por una persona en situación de calle-; otra de mamá Livia frente al sanatorio y otra y otra más, y otra. Cientos de fotos que Milton amontonó en el centro del living. Había sido todo demasiado. Armó la montaña de fotos de tal manera representando una pira funeraria. En el lavadero encontró una botella con kerosene. Derramó bastante líquido sobre las fotos, hasta estar seguro que arderían bien. Rezando en voz alta una oración a la bandera, que aprendiera en la escuela, encendió un fósforo y pronto la pira comenzó a arder, tomando contacto con el piso de madera. Cuando Milton vio que el fuego se elevaba hasta el techo, acrecentando su poder destructivo y sanador, arrojó su cuerpo a las llamas. ¡Omnis Requiescant in pace!
Marcelo Pérez
21 de Julio de 2021



PP 22 3 341


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