jueves, septiembre 30, 2021

UNA MUJER INDIA Musicomanos MusicManagement ArtsMusicPaginantes (Marcelo Pérez) Grupo Paginantes en Facebook Nº 356

  Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?
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El viento empujó hacia sus ojos verdes una mano de polvo color naranja. En su cabello corto y rubio se reflejaba el sol, a las puertas del desierto. Más allá, llegando a Reynosa, la cinta de asfalto parecía desdibujarse en burbujas y remolinos de calor sofocante. Su destino estaba en el sur. Una mañana, sentados el abuelo Tomás y él en el porche de la casa, de cara al desierto que, adelante, se abría como un lienzo de colores pastel, Tomás le habló diciendo que la fuente de la juventud se encontraba en una mujer india. Daniel no lo entendió en ese momento, apenas su edad asomándose a los 30; quizás podía comprender muchas otras cosas, pero las palabras del abuelo encerraban claves que él iría descubriendo, desentramando, en la medida en que los hechos se sucedieran. La camioneta empujó el viento hasta detenerse en una cafetería solitaria, puesta por algún dios adormecido al borde de la nada. Tomás ya tenía 80 años, y, según él, ya hacía tiempo que había pasado el límite de lo aceptable. Pero haber conocido a Carmen, de apenas 21, lo hizo recapacitar, volver a encontrarle el sentido a la vida. La conoció cuando ella tenía 19; una tarde de agosto se presentó en la casa preguntando si necesitaban alguna persona para las tareas domésticas. Tomás quedó estudiándola en todo detalle: supo descifrar su origen indio, sus rasgos faciales la delataban. Al borde del llanto, Tomás recordó a Nilda, perdida en la distancia. Carmen no tenía ya a sus padres; se mantenía yendo a trabajar a las casas. Pedía algo de dinero, comida más un lugar donde dormir. A la vuelta de sus tareas en el campo Daniel se encontró con que había una mujer en la casa. Carmen lo impactó con su belleza: piel bronceada, cabello negro como la noche del desierto, y su juventud cercana a la adolescencia. En un aparte, el abuelo le explicó que ella se encargaría de la limpieza de la casa y hacer la comida. El silencio de la cena los reunió, sólo escuchándose el entrechocar de los cubiertos con la loza del plato y los vasos. Daniel observaba, con movimientos rápidos de sus ojos, a Carmen: de rasgos suaves, su cabello negro cubría sus senos, que se dibujaban debajo del vestido. Tomás entendió enseguida la mirada de Daniel, pero el hecho era que él la había descubierto primero, y estar transitando su ancianidad no tenía significado más allá de lo temporal: Tomás actuaba, pensaba como si la vida no se le estuviera escurriendo entre los dedos. Alguna vez había escuchado decir que el hombre se creía eterno; que gracias a esa máxima podía ser capaz de planear cosas en el presente para ser desarrolladas en el futuro, un lapso de tiempo más allá de su vida terrenal. Así se lo había demostrado, más de una vez, su propio hijo, Miguel, antes de servir en el frente de batalla, para no regresar. Había conseguido una amante, formado una familia paralela, adonde fue a pelear. Miguel decidió seguir al lado de la mujer que lo había acompañado a todas las contiendas. Tomás quedó con su nuera, en una espera inútil a que el héroe regresara; mas lo único que volvieron de papá Miguel fueron sus cartas, anunciando que todavía estaba vivo y que debía seguir a su pelotón a donde le ordenaran que fuera. Las lágrimas de mamá tardaron en secarse, hasta que, por fin, comprendió que la vida se había llevado a su esposo a otro lado, a algún sitio donde sólo los muertos moraban. Dos años después de la última carta, sabiendo que ya todos habían regresado y él no, mamá dejó de soñar con reconstruir su hogar. Tomás supo que su hijo se había enamorado de una mujer india, y en una carta que le enviara sólo a él le explicaba cosas que, en ese momento, no llegó a comprender del todo; fue recién cuando los años pasaron y volviera a releer las líneas que comprendió su simbolismo y su significado, porque él también había pasado por una situación similar, al haber conocido a Nilda. Durante los dos primeros años de ausencia de papá, Daniel se crió con el viento y el polvo del desierto que rodeaba la casa como en un abrazo candente. En la soledad de ese horizonte desdibujado, la ruta se extendía hacia la promesa de encontrar un lugar mejor donde desarrollarse. Mamá escondió la carta donde papá decía que no sería posible que regresara. Pero el abuelo sabía que su hijo había encontrado, más allá de hambrunas y miserias, una mujer indígena, del lugar donde el ejército había pisado. Así, Tomás comprendió a la perfección, consolando a su nuera, esperando que ella, a su vez, entendiera de qué se trataba. Antes de vestir uniforme, Miguel debatía su vida entre la inactividad total, el desgano y pensar hablar con su esposa acerca de sus vidas. Pero antes de que esta acción la pudiera llevar a cabo, la llamada a las armas fue la excusa necesaria para dejar el tema para la vuelta. Las cartas desde el frente se fueron sucediendo; la última de ellas nunca llegó. Tomás deseó recuperar un espacio para él solo: la vida le había arrebatado a su hijo, lo que él más quería. Pasaba las tardes en el porche de la casa, sentado en su reposera, viendo arremolinarse el viento alzando débiles columnas de tierra y polvo. El transcurso de los años fue testigo de la muerte de mamá, acabó sus días envuelta en la desesperanza y la angustia, sin llegar a creer en su hijo Daniel. Mamá murió penando, aguardando algo que intuía no iría a suceder. Había visto a sus vecinas recibir con emoción manifiesta el retorno de sus maridos, pero para ella solamente quedaba la pena y el silencio. El hecho de haber perdido a su esposo ya había sido, de alguna manera, anticipado por las últimas cartas. Sin embargo, lo que a ella más le dolió fue el no volver a sentir amor. Tanto Tomás como su nieto Daniel lo sabían. El abuelo calló cuando le pidieron su opinión; en su intimidad veía que su hijo había encontrado a quien nunca había podido poseer. No obstante, como las miradas persistían en la espera de una respuesta, apenas atinó a decir que esas cosas pasaban en la guerra, y que era común que un hombre, lejos de su hogar, buscara y necesitara cobijarse en brazos de alguien que le brindara afecto. Su nuera repudió esa manera de pensar, prefiriendo encontrar explicaciones en su hijo. Pero Daniel no respondió, salió a caminar por el desierto. Sentado a la mesa, Daniel veía a Carmen ir de un lado a otro de la casa, limpiando, moviendo objetos. Con el cabello atado se veía más linda, se acentuaban sus rasgos indígenas: la piel bronceada, los labios de un tinte más oscuro, una tonalidad que, adivinó, también cubriría sus pezones. Daniel pensaba en sus senos, los imaginaba dulces, suaves, como la miel; gustosos de ser besados. Empezaría por recorrerlos con su lengua, subiendo hasta el cuello, donde quedaría oliendo su fragancia. Cada vez que veía a Carmen o la encontraba en cualquier rincón de la casa, recordaba las palabras del abuelo, lo que había transmitido aquella tarde, sentados en el porche, cubriéndose del sol lacerante del desierto. Ya hacía dos años que Carmen estaba en la casa, y cuando Tomás le habló acerca de la mujer india, y cómo él conservaba su vigor y su juventud gracias a ella, de inmediato Daniel lo supo todo, una noche que la vio salir desnuda del dormitorio de su abuelo. Las miradas de Carmen y Daniel se cruzaron en la casi penumbra de la casa, pero fue suficiente el lumen como para que Daniel quedara hipnotizado, subyugado por la imagen de la entera representación de su raza. Su cuerpo, una escultura; su cabello azabache derramándose por la espalda y los senos firmes con sus pezones más oscuros que el resto de la piel, tal como él los había imaginado; y el vello púbico que ocultaba los labios del placer y el deseo. Ambos quedaron unos segundos viéndose mutuamente; Daniel maldijo estar vestido, no pudiendo corresponder a la desnudez de Carmen. Ella sonrió y se metió en el cuarto de baño. Daniel quedó frente a la puerta cerrada del dormitorio de su abuelo, con ansias de mover el picaporte, aunque más no fuera abrir una rendija para espiar el escenario de amor que habría quedado en el interior, mudo testigo de un momento de desenfreno sexual. Podía adivinar la respiración entrecortada de su abuelo, en un desesperado intento de recobrar el pulso normal; podía imaginarlo penetrando a Carmen por detrás, y ella apagando sus propios aullidos. Daniel podía pensar varias cosas que hubiesen pasado dentro de la habitación porque la imagen del cuerpo desnudo de Carmen le brindaba señales de lo que habrían hecho. Al día siguiente, en el desayuno, el abuelo todavía no se había levantado. Daniel sorbió su café, mirando a Carmen preparar unas tostadas. Ella fue la primera en hablar, comentando que, en su grupo familiar, estando todos viviendo en sus tierras, era común la desnudez; no existían los tapujos, nadie sabía lo que era estar avergonzado por su propio cuerpo, lo tomaban como algo absolutamente natural. Daniel sintió deseos de preguntarle qué había hecho con el abuelo, o cómo lo había hecho. Cada noche que su abuelo pasara con Carmen le agregaría un año más de vida, según lo que él le había confesado con respecto a la mujer india. Y esto el paso de los días parecía confirmarlo: Daniel veía a su abuelo como dotado de cierta energía que antes no tenía; lo veía caminar más aprisa, ir de un lado a otro; subirse a la camioneta e ir él mismo a Reynosa a comprar los comestibles. La sonrisa había vuelto a sus labios, ya prácticamente dejado atrás la habitual tristeza por la pérdida de su hijo o mismo la de mamá. La permanencia de Carmen en su dormitorio se había convertido en una costumbre. Daniel ya lo sabía, y calculaba la hora de la noche en que ella saldría, yendo al cuarto de baño para asearse y entrando en su habitación para culminar la noche durmiendo sola. Era ese el momento en que él, sentado a la mesa de la cocina, bebiendo una taza de café, esperaba verla salir. Eran apenas unos segundos los que ella utilizaba para dejar la habitación y meterse en el baño; pero ese instante era, para él, algo sublime. Podía ver su cuerpo cruzar el living en busca del alivio que proporcionaría un enjuague; adivinaba restos de semen que correrían por sus muslos, elementos que, estaba en lo cierto, el abuelo habría disfrutado besar. Y si hubiese tenido la oportunidad de estar sentado frente a frente, con su padre, le consultaría acerca de las mujeres. Pero la guerra se lo había llevado para no retornar más, quedándole la duda si el abuelo Tomás le hubiese adoctrinado acerca del tema. El atardecer los reunió a los dos en el porche de la casa, contemplando la caída del sol, siendo devorado por el horizonte fantasmal del desierto. Daniel le pidió que le contara lo que él sabía acerca de la abuela. Tomás pareció reservarse unos minutos en silencio, buscando en su memoria los recuerdos. Cuando joven, había conocido a Nilda; ella provenía de una reservación que había hecho el gobierno. Trabajaba en una despensa. Se conocieron, salieron, formaron pareja. Tomás, en ella, supo lo que era una mujer india. Estuvieron juntos unos años, hasta que un día llegó un desconocido, un hombre que ella había tenido en la reserva, exigiendo su retorno. Tomás se sintió eternamente culpable por haberle permitido partir, un hecho del cual él luego se arrepentiría toda su vida. Pero Nilda le había dado un hijo, Miguel, que entraría en el ejército yendo a combatir en una guerra fuera del país. En este momento del relato Daniel creyó oportuno preguntarle por Carmen, pero el silencio del desierto logró absorberlos como un papel secante; así, tal cual, ambos quedaron sin mirarse: Tomás envuelto en sus recuerdos y no deseando ser, de allí, quitado; Daniel, con la imagen del cuerpo desnudo de Carmen, y las ansias de hacerla suya. Una noche de tormenta Daniel había cambiado su café por un vaso de whisky Sentado a la mesa de la cocina calculaba que ya era momento que saldría Carmen. Pero ella tardó más de lo acostumbrado; de esto Daniel se dio cuenta porque ya iba por el tercer vaso. Cuando creyó que se quedaría allí toda la noche, la vio salir, riéndose. Daniel se paró, cerrándole el paso. Ambos quedaron mirándose, no entendiendo qué deseara hacer cada uno. Abrazó a Carmen, sintiendo el candor de su cuerpo, buscando besarle el cuello. El aroma a alcohol brotaba de la piel de Daniel, tal vez fuera eso lo que atrapó a Carmen en una escalada de deseo. La empujó hasta la mesa de la cocina, la puso de espaldas y la penetró por detrás. A cada empuje de su cuerpo Carmen gemía como nunca la había escuchado antes. Y cuando la puerta de la habitación del abuelo estaba cerrada, ella se habría cuidado siempre de no emitir sonido alguno. Pero ahora era distinto, y Daniel pensaba que ella lo hacía para que el abuelo escuchara. Daniel acabó en su interior, quedando recostado sobre la espalda de ella por un instante. Ambos se incorporaron y ella, en silencio, fue al cuarto de baño. A partir de lo acontecido esa noche, y durante los días siguientes, Tomás se mantuvo distante, callado, como vuelto a su mundo interior. Daniel adivinaba que el abuelo sabía algo, o, por lo menos, lo intuía. El abuelo, posiblemente por respeto, no salía de su habitación a ver qué hacía Carmen cuando lo dejaba. Sospechaba un cambio de actitud en ella; ya los momentos de placer que solía brindarle cada vez reducían más su duración. Tomás notaba en ella una ansiedad por terminar lo antes posible, y así irse a lavar. Daniel no podía pasar por alto el hecho de que, cada vez que terminaba de complacer al abuelo, un sentimiento de cólera avanzaba en su ser más íntimo. A veces la idea de contarle al abuelo que deseaba que Carmen fuese sólo de él, lo tomaba por sorpresa en el momento menos indicado o pensado. Esta idea no era distinta a la que su padre hubiera tenido al encontrar a la mujer que conociera en el frente de batalla. Pensando estas cosas junto a un vaso de whisky, Daniel esperaba. Luego de la primera noche en que Daniel copulara con ella, Carmen permitía que sus gemidos fueran escuchados acrecentando el deseo de Daniel, permaneciendo en la cocina esperando su turno. Daniel sabía que ella lo hacía intencionalmente; de esa manera, las noches de sexo desdoblarían de pasión. Esta actitud de ella hacía que Daniel creyera en las palabras del abuelo cuando hablaba acerca de la mujer india; y ahora él entendía todo. Carmen salió de la habitación, desnuda como la luna, y se recostó sobre la mesa de la cocina, separando sus piernas para que Daniel la penetrara. Quedó contemplando su sexo; acercó a él su boca comenzando a libar el néctar que ella proporcionaba. Luego la penetró despacio, disfrutando ambos cada empuje. Daniel veía el rítmico vibrar de sus senos, moviéndose al compás de los cuerpos. Al acabar, Daniel se echó sobre ella, quedando ambos abrazados, compartiendo la fusión de sus almas. A la mañana siguiente, sentado en el porche, de cara al desierto y su viento, Daniel meditaba acerca de la resolución que había adoptado. Hablaría con el abuelo, le contaría todo, si no fuera que él ya lo sospechara. Cuando vio salir a Tomás, lo notó cansado. Se sentó en su reposera, con la mirada perdida en el horizonte ventoso. Daniel estimó que ya era momento para hablarle; que ambos ya sabían de qué se trataba y que no era justo seguir dilatando la verdad. Le dijo que estaba enamorado de Carmen, que la quería y que deseaba que fuese su mujer. Tomás escuchó estas palabras como si lo hiciese con el viento, su ulular a veces tenue, otras veces irrespetuoso escalar las paredes de la casa y filtrarse dentro. Daniel no esperó reacción alguna por parte de su abuelo. Entró en la casa y le dijo a Carmen que empacara, que se irían de ahí. Un par de maletas fueron suficientes. Cuando estuvieron a punto de salir de la casa, el abuelo, en la puerta, mostrando su escopeta, le dijo a su nieto que si él se llevaba a Carmen se pegaría un tiro. Daniel y Carmen se miraron; no creyó lo que su abuelo dijo, sólo se limitó a tomar del brazo a Carmen y salir de la casa. Afuera, el viento caluroso del desierto se filtraba por los cabellos de Carmen, logrando que pareciera una amplia bandera oscura flameando en la despedida. Ambos subieron a la camioneta. Antes de arrancar, Daniel echó una mirada a su abuelo, que permanecía en el porche de la casa, con su escopeta entre sus brazos. Daniel entendía que, cada día que él pasara con Carmen, le restaría a su abuelo un año de su vida, si fuera que no la acabara antes, por propia voluntad. La camioneta alcanzó la ruta. En los ojos de Carmen se reflejaba el sol, en el paisaje desértico. Más allá de Reynosa, el sur. Después… ¿quién lo sabría?
Marcelo Pérez

10 de Septiembre de 2021 



PP 22 3 356


* http://paginantes.blogspot.com/2021/09/una-mujer-india-musicomanos.html


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