miércoles, junio 19, 2024

ANTOLOGÍA PAGINANTES: FÁBULAS DE LAFONTAINE GRUPO PAGINANTES Nº 562-PF

   Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?
ANTOLOGÍA PAGINANTES: FÁBULAS DE LAFONTAINE GRUPO PAGINANTES Nº 562-PF



  LA CIGARRA Y LA HORMIGA La Cigarra, después de cantar todo el verano, se halló sin vituallas [reservas] cuando comenzó a soplar el cierzo: ¡ni una ración fiambre de mosca o de gusanillo! Hambrienta, fue a lloriquear en la vecindad, a casa de la Hormiga, pidiéndole que le prestase algo de grano para mantenerse hasta la cosecha. —Os lo pagaré con las setenas –le decía–, antes de que venga el mes de agosto. La Hormiga no es prestamista: ese es su menor defecto. —¿Qué hacías en el buen tiempo? –preguntó a la pedigüeña. —No quisiera enojaros –contestole–, pero la verdad es que pasaba cantando día y noche. —¡Bien me parece! Pues, mira: así como entonces cantabas, baila ahora.



  EL CUERVO Y EL ZORRO Estaba un señor Cuervo posado en un árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por el tufillo, el señor Zorro le habló en estos o parecidos términos: —¡Buenos días, caballero Cuervo! ¡Gallardo y hermoso sois en verdad! Si el canto corresponde a la pluma, os digo que entre los huéspedes de este bosque sois vos el Ave Fénix. 

  Al oír esto el Cuervo, no cabía en la piel de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico, dejando caer la presa. Agarrola el Zorro, y le dijo: —Aprended, señor mío, que el adulador vive siempre a costas del que le atiende: la lección es provechosa; bien vale un queso. El Cuervo, avergonzado y mohíno, juró, aunque algo tarde, que no caería más en el garlito.



  LA RANA QUE QUISO HINCHARSE COMO UN BUEY Vio cierta Rana a un Buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal.

  —Mirad, hermanas –decía a sus compañeras–, ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande como él? —No. —¿Y ahora? —Tampoco. —¡Ya lo logré! —¡Aún estás muy lejos!

  Y el bichuelo infeliz hinchose tanto, que reventó

  Lleno está el mundo de gentes que no son más avisadas. Cualquier ciudadano de la medianía se da ínfulas de gran señor. No hay principillo que no tenga embajadores. Ni encontraréis marqués alguno que no lleve en pos tropa de pajes.



  EL LOBO Y EL PERRO Era un Lobo, y estaba tan flaco, que no tenía más que piel y huesos: tan vigilantes andaban los perros de ganado. Encontró a un Mastín, rollizo y lustroso, que se había extraviado. Acometerlo y destrozarlo, cosa es que hubiese hecho de buen grado el señor Lobo; pero había que emprender singular batalla, y el enemigo tenía trazas de defenderse bien. El Lobo se le acerca con la mayor cortesía, entabla conversación con él, y le felicita por sus buenas carnes.   

—No estáis tan lucido como yo, porque no queréis –contesta el Perro–: dejad el bosque; los vuestros, que en él se guarecen, son unos desdichados, muertos siempre de hambre. ¡Ni un bocado seguro! ¡Todo a la ventura! ¡Siempre al atisbo de lo que caiga! Seguidme, y tendréis mejor vida. Contestó el Lobo: —¿Y qué tendré que hacer? —Casi nada –repuso el Perro–: acometer a los pordioseros y a los que llevan bastón o garrote; acariciar a los de casa, y complacer al amo. Con tan poco como es esto, tendréis por gajes buena pitanza, las sobras de todas las comidas, huesos de pollos y pichones; y algunas caricias, por añadidura.

  El Lobo, que tal oye, se forja un porvenir de gloria, que le hace llorar de gozo. Camino haciendo, advirtió que el Perro tenía en el cuello una peladura. —¿Qué es eso? –preguntole. —Nada. —¡Cómo nada! —Poca cosa. —Algo será. —Será la señal del collar a que estoy atado. —¡Atado!, exclamó el Lobo: pues ¿qué? ¿No vais y venís a donde queréis? —No siempre, pero eso, ¿qué importa? —Importa tanto, que renuncio a vuestra pitanza, y renunciaría a ese precio el mayor tesoro. Dijo, y echó a correr. Aún está corriendo.



  LA TERNERA, LA CABRA Y LA OVEJA, EN COMPAÑÍA DEL LEÓN La Ternera, la Cabra y la Oveja hicieron compañía, en tiempos de antaño, con un fiero León, señor de aquella comarca, poniendo en común pérdidas y ganancias. 

  Cayó un ciervo en los lazos de la Cabra, y al punto envió la res a sus socios. Presentáronse éstos, y el León sacó las cuentas. —Somos cuatro para el reparto –dijo, despedazando a cuartos el ciervo, y hechas partes, tomó la primera, como rey y señor–. No hay duda –dijo– en que debe ser para mí, porque me llamo León. La segunda me corresponde también de derecho: ya sabéis cuál derecho, el del más fuerte. Por ser más valeroso, exijo la tercera. Y si alguno de vosotros toca la cuarta, en mis garras morirá.



  EL RATÓN DE CIUDAD Y EL DE CAMPO Cierto día un Ratón de la ciudad convidó a comer muy cortésmente a un Ratón del campo. Servido estaba el banquete sobre un rico tapiz: figúrese el lector si lo pasarían bien los dos amigachos. La comida fue excelente: nada faltaba. Pero tuvo mal fin la fiesta. Oyeron ruido los comensales a la puerta: el Ratón ciudadano echó a correr; el Ratón campesino siguió tras él. 

  Cesó el ruido: volvieron los dos Ratones: —Acabemos –dijo el de la ciudad. —¡Basta ya! –replicó el del campo–. ¡Buen provecho te hagan tus regios festines! no los envidio. Mi pobre pitanza la engullo sosegado, sin que nadie me inquiete. ¡Adiós, pues! Placeres con zozobra poco valen.



  UN HOMBRE DE CIERTA EDAD Y SUS DOS AMANTES Un hombre de edad madura, más pronto viejo que joven, pensó que era tiempo de casarse. Tenía el riñon bien cubierto, y por tanto, dónde elegir; todas se desvivían por agradarle. Pero nuestro galán no se apresuraba. Piénsalo bien, y acertarás.

  Dos viuditas fueron las preferidas. La una, verde todavía; la otra, más sazonada, pero que reparaba con auxilio del arte lo que había destruido la naturaleza. Las dos viuditas, jugando y riendo, le peinaban y arreglaban la cabeza. La más vieja le quitaba los pocos pelos negros que le quedaban, para que el galán se le pareciese más. La más joven, a su vez, le arrancaba las canas; y con esta doble faena, nuestro buen hombre quedó bien pronto sin cabellos blancos ni negros. —Os doy gracias –les dijo–, oh señoras mías, que tan bien me habéis trasquilado. Más es lo ganado que lo perdido, porque ya no hay que hablar de bodas. Cualquiera de vosotras que escogiese, querría hacerme vivir a su gusto y no al mío. Cabeza calva no es buena para esas mudanzas: muchas gracias, pues, por la lección.



  GRAN CONSEJO CELEBRADO POR LAS RATAS Micifuf, gato famoso, hacía tal estrago en las Ratas, que apenas se veía alguna que otra: la mayor parte estaba en la sepultura. Las pocas que quedaban vivas, no atreviéndose a salir de su escondrijo, pasaban mil apuros: y para aquellas desventuradas, Micifuf no era ya un gato, sino el mismísimo diablo. Cierta noche que el enemigo tuvo la debilidad de ir en busca de una gata, con la cual se entretuvo en largo coloquio, las Ratas supervivientes celebraron consejo en un rincón, para tratar de los asuntos del día. La Rata decana, que era Rata de pro, dijo que cuanto antes había que poner a Micifuf un cascabel al cuello: así, cuando fuese de caza, le oirían venir y se meterían en la madriguera. No se le ocurría otro medio. A todas les pareció excelente. No había más que una dificultad: ponerle el cascabel al gato. Decía la una: —Lo que es yo, no se lo pongo; no soy tan tonta. 

  —Pues yo tampoco me atrevo –replicaba la otra. Y sin hacer nada, disolvióse la asamblea. ¡En cuántas juntas y reuniones pasa lo mismo! ¿Hay que deliberar y discutir? Por todas partes surgen consejeros. ¿Hay que hacer algo? No contáis ya con nadie.



  LA PERRA Y SU COMPAÑERA Hallábase una Perra de presa en estado interesante, y no sabiendo dónde cobijarse para salir de él, consiguió de una compañera que le dejase entrar en su cubil por breve tiempo. 

  Al cabo de algunos días, vio volver a la amiga, y con nuevos ruegos le pidió que prorrogase el plazo una quincena. Los cachorrillos apenas podían andar; y con estas y otras razones, logró lo que quería. Pasó la prórroga, y la compañera volvió a pedirle su casa, su hogar y su lecho. Esta vez la Perra le enseñó los dientes, diciendo: —Saldré, con todos los míos, cuando nos echéis de aquí. Eran ya crecidos los cachorros.

  Si das algo a quien no lo merece, lo llorarás siempre. No recobrarás lo que prestas a un tuno, sin andar a palos. Si le alargas la mano, tomará el brazo.



  EL LEÓN Y EL MOSQUITO —¡Vete, bicho ruin, engendro inmundo del fango! Así denuesta el León al Mosquito. Este le declara guerra. —¿Piensas –exclama–, que tu categoría real me asusta o intimida? Más corpulento que tú es el Buey, y le conduzco a mi antojo. 

  Dice, y él mismo suena el toque de ataque, trompetero y paladín a la vez. Hácese atrás, toma carrera, y se precipita sobre el cuello del León. La fiera ruge, relampaguean sus pupilas, llénasele la boca de espumarajos. Gran alarma en aquellos contornos; todos tiemblan, todos se esconden; ¡y el pánico general es obra de un mosquito! El diminuto insecto hostiga al regio animal por todos lados; tan pronto le pica en el áspero lomo como en los húmedos hocicos, o se le mete en las narices. Entonces llega al colmo la rabia del León. Y su invisible enemigo triunfa y ríe, al ver que ni los colmillos ni las garras le bastan a la irritada fiera para morderse y arañarse. El rey de los bosques se hiere y desgarra él mismo; golpea sus flancos con la resonante cola; azota el aire a más no poder; y su propio furor le fatiga y le abate. El Mosquito se retira de la pelea triunfante y glorioso: con el mismo clarín que anunció el ataque, proclama la victoria; corre a publicar por todas partes la fausta nueva; pero da en la emboscada de una araña, y allí tienen fin todas sus proezas. 

  ¿Qué lecciones nos da esta fabulilla? Dos veo en ella; primera, que el enemigo más temible suele ser el más pequeño; segunda, que después de vencer los mayores peligros, sucumbimos a veces ante el menor obstáculo.



  LOS DOS ASNOS: UNO CARGADO DE ESPONJAS Y OTRO DE SAL Empuñando triunfalmente el cetro, como un emperador romano, conducía un humilde arriero dos soberbios corceles, de aquellos cuyas orejas miden palmo y medio. El uno, cargado de esponjas, iba tan ligero como la posta; el otro, a paso de buey: su carga era de sal. Anda que andarás, por sendas y vericuetos, llegaron al vado de un río, y se vieron en gran apuro. El arriero, que pasaba todos los días aquel vado, montó en el asno de las esponjas, arreando delante al otro animal. Era este antojadizo, y yendo de aquí para allá, cayó en un hoyo, volvió a levantarse, tropezó de nuevo, y tanta agua tomó, que la sal fue disolviéndose, y pronto sintió el lomo aliviado de todo cargamento.

  Su compinche, el de las esponjas, quiso seguir su ejemplo, como asno de reata; zambullose en el río, y se empaparon de agua todos: el Asno, el arriero y las esponjas. Estas hiciéronse tan pesadas, que no pudo ganar la orilla la pobre cabalgadura. El mísero arriero abrazábase a su cuello, esperando la muerte. Por fortuna, acudió en su auxilio no sé quién; pero lo ocurrido basta para comprender que no conviene a todos obrar de la misma manera.

  Y esa es la conclusión de la fábula.



  EL LEÓN Y EL RATONCILLO Importa favorecer y obligar a todos. Muchas veces puede sernos útil la persona más insignificante. Dos fábulas puedo alegar en apoyo de esta máxima: tanto abundan las pruebas. 

  Un Ratoncillo, al salir de su agujero, viose entre las garras de un León. El Rey de los animales, portándose en aquel caso como quien es, perdonole la vida. No fue perdido el beneficio. Nadie creería que el León necesitase al Ratoncillo; sucedió, sin embargo, que, saliendo del bosque, cayó el valiente animal en unas redes, de las que no podía librarse a fuerza de rugidos. El Ratoncillo acudió, y royendo una de las mallas, dejó en libertad al selvático monarca.

  En todas las cosas, no hay que mirar tanto la entrada como la salida. Paciencia y constancia consiguen a veces más que la fuerza y el furor.



  EL GALLO Y EL ZORRO Estaba de centinela en la rama de un árbol cierto Gallo experimentado y ladino: —Hermano –díjole un Zorro con voz meliflua—, ¿para qué hemos de pelearnos? Haya paz entre nosotros. Vengo a traerte tan fausta nueva; baja, y te daré un abrazo. No tardes: tengo que correr mucho todavía. Bien podéis vivir sin zozobra, Gallos y Gallinas: somos ya hermanos vuestros. Festejemos las paces; ven a recibir mi abrazo fraternal. —Amigo mío –contestó el Gallo–: no pudieras traerme nueva mejor que la de estas paces; y aun me complacen más, por ser tú el mensajero. Desde aquí diviso dos lebreles, que sin duda son correos de feliz noticia: van aprisa y pronto llegarán. Voy a bajar: serán los abrazos generales.  

  —¡Adiós! –dijo el Zorro–: es larga hoy mi jornada; dejemos los plácemes para otro día. Y el bribón, contrariado y mohíno, tomó las de Villadiego. El Gallo machucho echó a reír, al verlo correr todo azorado, porque no hay gusto mayor que engañar al engañoso.



  EL ZORRO Y EL CHIVO El señor Zorro iba acompañado de un Chivo, amigo suyo, gallardo y de torcidos cuernos, pero de muy cortos alcances. Obligoles la sed a bajar a un pozo, donde bebieron a sus anchas. Satisfecha la necesidad, dijo el Zorro al Chivo: —¿Qué haremos, compadre?, la dificultad no estaba en beber, sino en salir de aquí. Levanta las patas y también los cuernos; apóyalos contra el muro; a lo largo de tu espinazo subiré yo primero, treparé después sobre la cornamenta, y de esta manera llegaré a la boca del pozo. Una vez arriba, yo te sacaré.

  —¡Por mis barbas! –dijo el Chivo–, que es buena ocurrencia la tuya, y por ella te felicito. Nunca hubiera tenido yo tan feliz idea. Salió el Zorro del pozo, dejó en él a su camarada, y le hizo un buen sermón para que se conformase. —Si Dios te hubiese dado tan largos los alcances como la chotera, no te hubieras metido en el pozo a tontas y a locas. ¡Adiós! pues; yo estoy ya fuera; sal como puedas, porque tengo cierto negocio que no me deja detenerme. 

  En todas las cosas, no hay que mirar tanto la entrada como la salida.



  LA RANA Y EL RATÓN Muchas veces, quien trata de engañar a otro, se engaña a sí mismo. Un Ratón, lucido y panzudo, que no conocía Adviento ni Cuaresma, solazábase a orillas de un pantano. Acercósele una Rana, y le dijo en su lengua: —Ven a verme mañana; tendrás un buen banquete. El Ratón accedió desde luego; no tenía necesidad la Rana de insistir más. A pesar de ello, alegó las delicias del baño, el placer del viaje, las muchas cosas que había en el pantano, dignas de verse. Algún tiempo podría contar su huésped a sus nietezuelos las bellezas de aquellos sitios, las costumbres de sus habitantes y el gobierno de la acuática república. Sólo había un inconveniente para el Ratón; nadaba algo, pero necesitaba ayuda. La Rana encontró pronto el remedio: ató a sus patas traseras las delanteras de él: un junco tierno y flexible sirvió para el caso.

  Dentro ya del charco, nuestra buena comadre se esfuerza en echar al fondo a su compadre, sin reparar en el derecho de gentes ni en la fe jurada. No pensaba más que en las sabrosas tajadas que haría de su víctima, y ya se relamía los hocicos. El pobre Ratón invocaba a todos los dioses; pero la Rana se mofaba de él. Tirando la una y resistiendo el otro, acertó a verlos peleándose en el agua un milano que en los aires se cernía. Arrójase sobre el Ratón, llévaselo entre sus garras, y tras el Ratón el lazo de junco, y tras el lazo de junco, la mismísima Rana. ¡No le vino mal al ave rapaz la doble presa! Tuvo para cenar carne y pescado.  

  La añagaza más astuta es a veces la ruina de quien la inventó. La perfidia se vuelve con frecuencia contra el mismo pérfido.



  EL ZORRO DE LA COLA CORTADA Un Zorro machucho y de los más ladinos, gran destripador de pollos, gran cazador de conejos, cayó por fin en una trampa; y aun tuvo suerte, porque, al fin y al cabo, escapó de ella, dejando allí la cola. Habiéndose salvado, pues, y deseando, para ocultar su vergüenza, ver desrabados a todos sus semejantes, un día que los Zorros celebraban consejo: 

—De qué nos sirve, dijo, este peso inútil que llevamos arrastrando por los senderos fangosos?   ¿Para qué queremos la cola? Hay que cortarla. Si me creéis, hacedlo. 

  —Bueno es el consejo –dijo uno de los de la junta–, pero haced el favor de volveros, y se os contestará. 

  Y al decir esto, estalló tal rechifla y algazara, que el pobre rabón no pudo dejarse oír. Inútil era proseguir. La moda de la cola continuó, y aún dura.



  EL CABALLO Y EL LOBO En la estación en que los blandos céfiros hacen verdear los campos, y todos los animales dejan la madriguera para buscarse la vida, cierto Lobo divisó a un Caballo que habían soltado en la pradera. ¡Qué alegría! «¡Buena caza se prepara!, dijo entre sí: ¡lástima que no seas borrego!, caerías en seguida en mis garras. Contigo, tendré que apelar al ardid. Veamos, pues». Y así diciendo, acercose pasito a paso. Fingiose alumno de Hipócrates y le dijo que conocía las virtudes de todas las yerbas de aquel prado, y sabía curar toda clase de alifafes. Si el señor Corcel se dignaba decirle cuál era su dolencia, él, Lobo, le curaría gratis et pro Deo, porque verle pastando suelto en aquel paraje era, según la ciencia, indicio seguro de alguna enfermedad.

  —Lo que yo tengo es un tumor en la pata. 

  —No hay parte del cuerpo más propensa a males. Tengo el honor de asistir a los señores Caballos; soy también cirujano. 

  El bribón no pensaba más que en ganar tiempo para caer sobre su presa. Pero el Rocín, que lo veía venir, diole tal par de coces, que le hizo añicos las quijadas. «Merecido lo tengo», dijo para sus adentros el Lobo atribulado, «zapatero, a tus zapatos; ¿por qué me metí a herbolario, si no soy más que cortante?»



  LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO La avaricia rompe el saco. Para probarlo me basta el ejemplo de la Gallina que, según cuenta el Apólogo, ponía huevos de oro. Su dueño creyó que tenía un tesoro dentro del cuerpo; la mató, la descuartizó, y la encontró enteramente igual a las demás Gallinas. Así perdió su fortuna.

  ¡Buena lección para los codiciosos! En estos tiempos, ¡a cuántos hemos visto que por querer hacerse ricos, de la noche a la mañana, han quedado sin blanca!



  FEBO Y BÓREAS Febo y Bóreas vieron a un viajero, que se había armado bien contra el mal tiempo. Era a la entrada del otoño, cuando son más necesarias las precauciones; tan pronto llueve como hace sol, y la brillante cinta de Iris avisa a los perspicaces que en esa estación no está de más la capa. Nuestro hombre, pues, esperaba lluvias, y se proveyó de un capotón fuerte y grueso.     —Ha creído éste –dijo Bóreas–, que lo ha previsto todo; pero no ha pensado que, si comienzo a soplar, se irá al diablo su soberbia capa. Será cosa divertida ver sus apuros. ¿Queréis que probemos? 

  —Apostemos, sin gastar tanta saliva –contestó Júpiter–, quién de los dos arrancará más pronto ese abrigo a los hombros del satisfecho jinete. Comenzad vos, os permito oscurecer mis rayos.

  No hubo de insistir más, porque Boreas, en el acto, hinchóse como un globo y haciendo un estrépito de mil diablos, silbó, bramó, sopló, y produjo tal huracán que por todas partes derribó casas y echó barcas a pique: ¡no más que por una capa! 

  El jinete puso todo su ahínco en evitar que el viento hiciese presa en ella. Y esto le salvó. Bóreas perdió el tiempo: cuanto más se esforzaba, mejor se defendía el combatido caballero, bien rollado con el capotón. Cuando el soplador perdió la partida, Febo disipó el nublado, acarició e hizo entrar en calor al caminante, que al poco rato, sudando y trasudando, se despojaba del ya molesto abrigo. 

  Más vale maña que fuerza: lo que no pudieron violencias y furores, lógranlo suavidad y dulzura.



  LA LIEBRE Y LA TORTUGA No llega más pronto quien más corre: lo que importa es partir a buena hora. Ejemplo son de esta verdad la Liebre y la Tortuga. 

  —Apostemos –dijo ésta–, a que no llegarás tan pronto como yo a aquel mojón. 

  —¿Que no llegaré tan pronto como tú? ¿Estás loca? –contestó la Liebre–. Tendrás que purgarte, antes de emprender la carrera.

  —Loca o no loca, mantengo la apuesta. 

  Apostaron, pues, y pusieron junto al mojón lo apostado; saber lo que era, no importa a nuestro caso, ni tampoco quién fue juez de la contienda. 

  Nuestra Liebre no tenía que dar más que cuatro saltos; digo cuatro, refiriéndome a los saltos desesperados que da, cuando la siguen ya de cerca los perros, y ella los envía enhoramala, y les hace devorar el yermo y la pradera. Teniendo, pues, tiempo de sobra para pacer, para dormir y para olfatear el viento, deja a la Tortuga andar a paso de canónigo. Parte el pesado reptil, esfuérzase cuanto puede, se apresura lentamente; la Liebre desdeña una fácil victoria, tiene en poco a su contrincante, y juzga que importa a su decoro no emprender la carrera hasta última hora. Regodéase paciendo la fresca hierba, y se entretiene, atenta a cualquier cosa, menos a la apuesta. Cuando ve que la Tortuga llega ya a la meta, parte como un rayo; pero sus bríos son ya inútiles: llega primero su rival. 

—¿Qué te parece? –dícele ésta–: ¿tenía o no tenía razón? ¿De qué te sirve tu agilidad? ¡Vencida por mí! ¿Qué te pasaría, si llevases, como yo, la casa a cuestas?



  LA CORTE DEL LEÓN Su Majestad el León quiso conocer un día a todos los pueblos, de los que, por merced del cielo, era amo y señor. Envió, pues, una circular, autorizada con su regio sello, para congregar a sus vasallos de todas clases y categorías. Anunciaba la circular que durante un mes el Rey celebraría corte plena, que debía comenzar por un gran banquete seguido de las mojigangas de Fagotín[Fagotín era un mono, famoso entonces en París, y del cual habla también Molière en su Tartufo. ] . Con estos rasgos de esplendidez demostraba el monarca su grandeza a sus súbditos.  

  Obsequioles en su palacio: ¡qué palacio! Verdadero muladar, cuyo tufo dio en las narices a todos. Tapóselas el Oso; ¡nunca lo hubiera hecho! Notose el ademán, y el monarca, irritado, enviole a los infiernos. Aprobó el Mono aquella severidad, y con baja adulación elogió la cólera y las garras del Príncipe, y la real caverna, y el hedor que exhalaba. No había ámbar ni flor alguna que a su lado no pareciese ajos y cebollas. Sus necias alabanzas no tuvieron mejor éxito; fueron igualmente castigadas; debía ser aquel León pariente de Calígula [Calígula elevó a su hermana Drusila al rango de divinidad, y castigaba del mismo modo a los que lloraban su muerte, que a los que no la lloraban. A los primeros, por suponer que insultaban aquella apoteosis, y a los segundos, porque manifestaban no sentir su pérdida.]. Llegole el turno al Zorro, y le dijo Su Majestad: 

  —¿Hueles algo? Dímelo con toda franqueza.

  ¿Qué le contestó el astuto animal? Que tenía un fuerte resfriado y no podía decir nada, porque había quedado sin olfato. Y salió del apuro. 

  Aprovechad esta lección. En la Corte, no seáis ni aduladores insulsos ni habladores imprudentes; y si os veis en algún aprieto, haceos el sueco. 



PP 27 562-PF


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