Cuando
Humberto tuvo ocasión de recurrir a las redes sociales para rastrear antiguas
amistades perdidas en el tiempo y en el espacio, no imaginó encontrar ciertas
dificultades al momento de reconocer los rostros. Porque si bien a veces
coincidían los nombres y apellidos no siempre se trataba de la persona que él
estaba buscando. Decidió comenzar con su primera novia, aquella quien, a los 19
años, supo brindarle todo su corazón. Todavía recordaba su nombre completo:
Rocío Tomassini. Humberto ajustó sus lentes y recorrió algunas páginas en su
computadora hasta dar con tres Rocíos. Había una mujer que estaba en la playa,
sentada en la arena, usando una malla enteriza. Se la veía muy envejecida,
flaca y arrugada su piel; sin embargo Humberto la reconoció de inmediato
gracias a la expresión de la mirada: esos ojos que él no podría olvidar porque
desde el momento en que decidieran decirse adiós habían quedado formando parte
de su imaginario colectivo, sacro lugar donde atesoraba sus más preciados
recuerdos. Si no hubiese sido por la expresión de la mirada de la mujer de la
playa, a Humberto le hubiese sido en extremo difícil saber que se trataba de
Rocío Tomassini. Humberto quedó tomándose del mentón con su mano izquierda,
minutos aprovechados en pensar, tratando de imaginar retroceder en el tiempo y
rejuvenecer la imagen. Más allá de cualquier esfuerzo mental que pudiese hacer,
Humberto culminó por creer que esa era Rocío. No había duda. Los años no habían
pasado en vano. Hasta le pareció inapropiado que Rocío se mostrara en malla,
sentada en la arena como una estrella del cine italiano de posguerra. Habían
pasado los años, sí, pero nunca imaginó en volver a verla, y más, bordeando la
ancianidad. Humberto se levantó de la silla y fue al cuarto de baño, a mirarse
en el espejo. Si Rocío lo viera en ese momento ella también podría pensar que
él fuese un anciano, cosa que logró momentáneamente entristecerlo. Se acercó al
espejo, observando sus ojos: fuera de los anteojos, aquellos ya mostraban un
pálido celeste que no era el que Rocío había conocido; aunque la expresión de
la mirada era la misma, y cualquiera que estuviera entrenado en este tema
podría decir que Humberto sería Humberto aunque el resto de su cuerpo se
hubiese metamorfoseado hasta convertirse en una arrugada cáscara de nuez.
Volvió a la computadora y buscó fotos donde él apareciera: había varias de su
juventud, mas las que borró de inmediato fueron aquellas en las cuales él ya
pasaba los setenta, y que, tontamente, había subido a la red social en la
creencia de que alguien lo reconociera y saludara, pero nada de eso sucedió.
Quizás porque quien las observara pensara que ese anciano que estaba ahí no
sería él. Estos ignorantes buceadores de redes sociales no comprenderían que
deberían fijarse en la expresión de la mirada, esto sí nunca había cambiado.
Pero no había manera de que Humberto pudiera saber cómo sería la mirada de los
otros con respecto a sí mismo; si utilizaran o no éste método tan fundamental
como para poder reconocer a una persona a través del paso del tiempo. Pudiera
ser que esto nadie lo supiera y cuando se encontraran con alguien, no lograran
identificarlo. Humberto creía que esas personas no poseían la espiritualidad
tan sensible como para leer la mirada, sólo notando la rugosidad de la piel y pasando
a otro tema. Humberto quedó un buen rato mirando sus fotos de niñez y
adolescencia: ahí estaba él, con apenas seis añitos cumplidos, cuando le
regalaron su caballito de madera; otra fotografía lo mostraba con uniforme del
ejército, cuando hizo el servicio militar. Ahora sus amigos que estuvieran
viendo su página se preguntarían qué habría sido de sus fotos de adulto;
posiblemente, en algún momento, les debería explicar que las había borrado.
Pero para que no lo extrañaran se sacó una foto de sus ojos, con el celular, y
subió sólo esa imagen, suponiendo que sus amigos lo reconocerían sin ver el
resto. Volvió a la página de Rocío: todavía seguía ahí, en la playa, cargada de
años y de proyectos que nunca pudo realizar. Visitó las páginas de sus amigos o,
por lo menos, de los que aún permanecían vivos. Allí estaba Nicolás, sólo
reconocible por su eterna sonrisa, porque llevaba puestos unos anteojos negros.
A Alberto sí lo reconoció por la mirada; cualquiera diría que él no fuese él si
no hubiese enfrentado a la cámara mostrándose tal cual era. Y Rocío también se
mostraba al paso de los años. En ese momento estaba conectada al chat, Humberto
presto a escribirle pensó en invitarla a tomar algo y poder hablar un poco,
recordando viejos tiempos. La cita quedó para el día siguiente, en una
confitería, a la hora del té. Humberto se puso su mejor traje, el que tenía
olor a naftalina porque hacía tiempo que no lo usaba, pero con un poco de
colonia que le echó encima ya lo disimuló. Cuando llegó al lugar divisó una mesa
al fondo, contra la pared, ideal para mantener una conversación íntima. La
ansiedad se reflejaba en el rostro de Humberto: varias veces llevaba sus dedos
ajustando el moño de la corbata y si el botón del cuello de la camisa estaba
bien firme. Al pasar diez minutos de la hora acordada vio asomarse a la puerta
de la confitería una mujer alta, elegantemente vestida; su cabello color ceniza
contrastaba con la seda azul del vestido que llevaba puesto. Humberto volvió a
recordar el asunto de la mirada y, gracias a eso, pudo reconocer a Rocío. Agitó
una mano para indicarle que allí él estaba. Rocío se aproximó con paso lento
pero firme. Parecía mentira estar, una vez más, frente a quien fuera su primera
novia. Las arrugas que surcaban su rostro fueron olvidadas de manera sencilla
porque Humberto mantenía fija su mirada en los ojos de ella. Pidieron un té
completo con masas. Durante la conversación Humberto le habló de su teoría de
las miradas y cómo, a pesar del paso de los años, lograba reconocer a la
persona aún al cambio de fisonomía. Y él creyó que ella entendía de qué estaba
hablando, porque por más que Rocío paseaba sus ojos por el impecable traje de
Humberto, sus modales, su cabello escaso, su bigote finito justo encima de sus
labios, comprendería todo. La hora pasó muy rápido; antes que Rocío se diera
cuenta de la ansiedad de Humberto por querer retenerla, él expresó su deseo de
que fueran a un hotel, a estar más cómodos. Como el té y las masas ya habían
logrado provocar en ambos un efecto llanamente pastoril, Rocío hizo a un lado
tapujos y creencias heredadas aceptando la propuesta, no obstante haberla
recibido luego de tantos años de no haberse vuelto a ver. Humberto decidió que
fueran a un lugar elegante, porque el reencuentro valía la pena. Así fue cómo
gastó un mes de su jubilación presentando al conserje su tarjeta de crédito,
rectángulo de plástico que una vez había jurado no volver a usar. Yendo del
brazo por el pasillo alfombrado, llegaron a una habitación con cama matrimonial
tamaño doble, tapices en las paredes y repisas de mármol. Humberto pidió
disculpas pero prefirió quedarse en camiseta y calzoncillos para evitar alguna
corriente de aire, a lo que Rocío retrucó que ella no se quitaría el sostén
porque sus senos estaban bastante flojos. Estuvieron un buen rato abrazados,
recordando cuando eran muy jóvenes. Los ojos de Rocío se nublaban de a
momentos, evitando que las lágrimas rodaran por sus mejillas. La mañana
siguiente los encontró abrazados todavía, y ninguno de los dos había intentado
quitarse alguna otra prenda; tal vez no había sido necesario. Se despidieron en
la puerta del hotel, recibiendo Humberto la cruel súplica de Rocío de no volver
a encontrarse. Humberto comprendió en seguida que Rocío no había entendido bien
su teoría de las miradas, y que, en ese instante, para ella él sería uno más.
Ambos habían tenido en sus manos la oportunidad de haber seguido juntos, y la
habían dejado ir. Rocío, a pesar de los años, seguía siendo Rocío, al igual que
Humberto, mas en el último instante antes de despedirse, él descubrió que la
mirada de ella había cambiado, que ya no era más la Rocío que había conocido.
Humberto comprendió todo: se había transformado en la mirada del otro, pasando
a ser un desconocido más, como tantos.
Marcelo Pérez
22/Noviembre/2020
PF
23 3 278
*
No hay comentarios.:
Publicar un comentario