martes, noviembre 24, 2020

LA MIRADA DE LOS OTROS Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 278

  Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes? 

LA MIRADA DE LOS OTROS Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 278

  Cuando Humberto tuvo ocasión de recurrir a las redes sociales para rastrear antiguas amistades perdidas en el tiempo y en el espacio, no imaginó encontrar ciertas dificultades al momento de reconocer los rostros. Porque si bien a veces coincidían los nombres y apellidos no siempre se trataba de la persona que él estaba buscando. Decidió comenzar con su primera novia, aquella quien, a los 19 años, supo brindarle todo su corazón. Todavía recordaba su nombre completo: Rocío Tomassini. Humberto ajustó sus lentes y recorrió algunas páginas en su computadora hasta dar con tres Rocíos. Había una mujer que estaba en la playa, sentada en la arena, usando una malla enteriza. Se la veía muy envejecida, flaca y arrugada su piel; sin embargo Humberto la reconoció de inmediato gracias a la expresión de la mirada: esos ojos que él no podría olvidar porque desde el momento en que decidieran decirse adiós habían quedado formando parte de su imaginario colectivo, sacro lugar donde atesoraba sus más preciados recuerdos. Si no hubiese sido por la expresión de la mirada de la mujer de la playa, a Humberto le hubiese sido en extremo difícil saber que se trataba de Rocío Tomassini. Humberto quedó tomándose del mentón con su mano izquierda, minutos aprovechados en pensar, tratando de imaginar retroceder en el tiempo y rejuvenecer la imagen. Más allá de cualquier esfuerzo mental que pudiese hacer, Humberto culminó por creer que esa era Rocío. No había duda. Los años no habían pasado en vano. Hasta le pareció inapropiado que Rocío se mostrara en malla, sentada en la arena como una estrella del cine italiano de posguerra. Habían pasado los años, sí, pero nunca imaginó en volver a verla, y más, bordeando la ancianidad. Humberto se levantó de la silla y fue al cuarto de baño, a mirarse en el espejo. Si Rocío lo viera en ese momento ella también podría pensar que él fuese un anciano, cosa que logró momentáneamente entristecerlo. Se acercó al espejo, observando sus ojos: fuera de los anteojos, aquellos ya mostraban un pálido celeste que no era el que Rocío había conocido; aunque la expresión de la mirada era la misma, y cualquiera que estuviera entrenado en este tema podría decir que Humberto sería Humberto aunque el resto de su cuerpo se hubiese metamorfoseado hasta convertirse en una arrugada cáscara de nuez. Volvió a la computadora y buscó fotos donde él apareciera: había varias de su juventud, mas las que borró de inmediato fueron aquellas en las cuales él ya pasaba los setenta, y que, tontamente, había subido a la red social en la creencia de que alguien lo reconociera y saludara, pero nada de eso sucedió. Quizás porque quien las observara pensara que ese anciano que estaba ahí no sería él. Estos ignorantes buceadores de redes sociales no comprenderían que deberían fijarse en la expresión de la mirada, esto sí nunca había cambiado. Pero no había manera de que Humberto pudiera saber cómo sería la mirada de los otros con respecto a sí mismo; si utilizaran o no éste método tan fundamental como para poder reconocer a una persona a través del paso del tiempo. Pudiera ser que esto nadie lo supiera y cuando se encontraran con alguien, no lograran identificarlo. Humberto creía que esas personas no poseían la espiritualidad tan sensible como para leer la mirada, sólo notando la rugosidad de la piel y pasando a otro tema. Humberto quedó un buen rato mirando sus fotos de niñez y adolescencia: ahí estaba él, con apenas seis añitos cumplidos, cuando le regalaron su caballito de madera; otra fotografía lo mostraba con uniforme del ejército, cuando hizo el servicio militar. Ahora sus amigos que estuvieran viendo su página se preguntarían qué habría sido de sus fotos de adulto; posiblemente, en algún momento, les debería explicar que las había borrado. Pero para que no lo extrañaran se sacó una foto de sus ojos, con el celular, y subió sólo esa imagen, suponiendo que sus amigos lo reconocerían sin ver el resto. Volvió a la página de Rocío: todavía seguía ahí, en la playa, cargada de años y de proyectos que nunca pudo realizar. Visitó las páginas de sus amigos o, por lo menos, de los que aún permanecían vivos. Allí estaba Nicolás, sólo reconocible por su eterna sonrisa, porque llevaba puestos unos anteojos negros. A Alberto sí lo reconoció por la mirada; cualquiera diría que él no fuese él si no hubiese enfrentado a la cámara mostrándose tal cual era. Y Rocío también se mostraba al paso de los años. En ese momento estaba conectada al chat, Humberto presto a escribirle pensó en invitarla a tomar algo y poder hablar un poco, recordando viejos tiempos. La cita quedó para el día siguiente, en una confitería, a la hora del té. Humberto se puso su mejor traje, el que tenía olor a naftalina porque hacía tiempo que no lo usaba, pero con un poco de colonia que le echó encima ya lo disimuló. Cuando llegó al lugar divisó una mesa al fondo, contra la pared, ideal para mantener una conversación íntima. La ansiedad se reflejaba en el rostro de Humberto: varias veces llevaba sus dedos ajustando el moño de la corbata y si el botón del cuello de la camisa estaba bien firme. Al pasar diez minutos de la hora acordada vio asomarse a la puerta de la confitería una mujer alta, elegantemente vestida; su cabello color ceniza contrastaba con la seda azul del vestido que llevaba puesto. Humberto volvió a recordar el asunto de la mirada y, gracias a eso, pudo reconocer a Rocío. Agitó una mano para indicarle que allí él estaba. Rocío se aproximó con paso lento pero firme. Parecía mentira estar, una vez más, frente a quien fuera su primera novia. Las arrugas que surcaban su rostro fueron olvidadas de manera sencilla porque Humberto mantenía fija su mirada en los ojos de ella. Pidieron un té completo con masas. Durante la conversación Humberto le habló de su teoría de las miradas y cómo, a pesar del paso de los años, lograba reconocer a la persona aún al cambio de fisonomía. Y él creyó que ella entendía de qué estaba hablando, porque por más que Rocío paseaba sus ojos por el impecable traje de Humberto, sus modales, su cabello escaso, su bigote finito justo encima de sus labios, comprendería todo. La hora pasó muy rápido; antes que Rocío se diera cuenta de la ansiedad de Humberto por querer retenerla, él expresó su deseo de que fueran a un hotel, a estar más cómodos. Como el té y las masas ya habían logrado provocar en ambos un efecto llanamente pastoril, Rocío hizo a un lado tapujos y creencias heredadas aceptando la propuesta, no obstante haberla recibido luego de tantos años de no haberse vuelto a ver. Humberto decidió que fueran a un lugar elegante, porque el reencuentro valía la pena. Así fue cómo gastó un mes de su jubilación presentando al conserje su tarjeta de crédito, rectángulo de plástico que una vez había jurado no volver a usar. Yendo del brazo por el pasillo alfombrado, llegaron a una habitación con cama matrimonial tamaño doble, tapices en las paredes y repisas de mármol. Humberto pidió disculpas pero prefirió quedarse en camiseta y calzoncillos para evitar alguna corriente de aire, a lo que Rocío retrucó que ella no se quitaría el sostén porque sus senos estaban bastante flojos. Estuvieron un buen rato abrazados, recordando cuando eran muy jóvenes. Los ojos de Rocío se nublaban de a momentos, evitando que las lágrimas rodaran por sus mejillas. La mañana siguiente los encontró abrazados todavía, y ninguno de los dos había intentado quitarse alguna otra prenda; tal vez no había sido necesario. Se despidieron en la puerta del hotel, recibiendo Humberto la cruel súplica de Rocío de no volver a encontrarse. Humberto comprendió en seguida que Rocío no había entendido bien su teoría de las miradas, y que, en ese instante, para ella él sería uno más. Ambos habían tenido en sus manos la oportunidad de haber seguido juntos, y la habían dejado ir. Rocío, a pesar de los años, seguía siendo Rocío, al igual que Humberto, mas en el último instante antes de despedirse, él descubrió que la mirada de ella había cambiado, que ya no era más la Rocío que había conocido. Humberto comprendió todo: se había transformado en la mirada del otro, pasando a ser un desconocido más, como tantos.

Marcelo Pérez

22/Noviembre/2020

 

 

PF  23  3  278

 

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