domingo, octubre 08, 2017

N23000002

EL ESPÍTIRU DEL ALIMENTO
(De Ricardo Podgaiz)

Las fronteras separan los territorios diferentes
pero también los unen LIU SHI

Era como un ritual, todos ahí juntos, heterogeneamente juntos, como si hubiéramos sido elegidos para celebrar ese ceremonial, con pasos que todos fuimos dando ya desde hacía meses para recorrer un camino preestablecido, respetando sus estaciones y sus diminutas ceremonias previas: las consultas, los estudios, las ecografías de ayer; era la espera interminable de hoy en esta sala fría, cúbica, casi inhumana.
Disminuir el miedo era la consigna innombrable representada a la manera de cada uno, como podía, a la espera de ese momento único que aguardaba agazapado, el instante exacto de irrumpir definitivamente en nuestras vidas; uno sentado, otro que simulaba leer, otro dormitaba emitiendo ronquidos suaves, sentado en la escalera.
Me puse a caminar ida y vuelta, una y otra vez, por el corredor que parecía ya gastado por guardar la memoria de los miles de pasos que debían haberlo recorrido.
De tanto en tanto pasaba una enfermera, poseedora de ese aire especial que les da el hecho de pertenecer a un mundo en donde permanentemente juegan entre sí, las circunstancias normales con las excepcionales.
Nada quebraba la solemnidad propia del momento. Casi como un cántico sonaba el runrun repetitivo, interminable, del ventilador, que con una especie de poder hipnótico iba generando un ritmo insistente, persuasivo, enmarcando algo así como canal por el que navegaban las ideas y recuerdos que aparecían sistemáticamente, esfumándose después.
En un momento, desvié los pasos acercándome a la ventana, levemente abierta, y pude ver entonces el jardín, cuidado muy armonicamente. Lo pastos cortados, jazmines, rosales a la derecha, una isla de plantas de malvones. Dos palmeras completaban el cuadro por la izquierda y las luces de los faroles, multiplicadas en infinitas gotitas nos contaban de un riego reciente.
Se podía sentir el aire tibio de la noche que lo iba recorriendo y volvía luego; transmitiendo una tranquilidad impensada el ver las hojas de los árboles moviéndose al unísono: todas hacia un lado, todas quietas, formando así una especie de extraña coreografía vegetal.
Todo transmitía una sensación de un equilibrio natural, básico, que nos envolvía en un ambiente de extraña beatitud, un escenario en donde, como actores, comenzaban a aparecer recuerdos que adquirían así, vida propia...

La abuela catalina, un sentimiento dibujado con pinceladas en donde las objetividad, por momentos, perdía relevancia frente al cariño.
La enorme mesa de madera de la cocina, con todos los nietos reunidos alrededor, en un impresionante batifondo de gritos, risas y corridas.
Allí comenzaba primero a preparar el horno, la ollas, las sartenes, los utensilios con los que iba a trabajar.
Después, seleccionaba meticulosamente los alimentos a preparar, uno por uno: las carnes, las verduras, los cereales, las legumbres, las hierbas, las especias; los lavaba, lentamente, recorriéndolos, tanteándolos uno por uno, casi como disfrutando de su aspecto, su tersura, su aroma, y recién entonces comenzaba a cortarlos, separándolos luego por el tipo de cocción que les iba a dar.
En este punto era donde hacía un alto y se acercaba a la ventana, y ya sea en invierno o en verano, corría un poco la cortina que la cubría, y la entreabría suavemente. Aparecía entonces, plenamente, su tesoro más cuidado: el jardín, el lugar en donde transcurrió gran parte de mi infancia.
Se apagaban entonces los gritos y se paraban las corridas. Incluso puedo llegar a ver nuevamente las caras de todos nosotros mirándola, siguiendo cada uno de sus pasos, con una expresión entre el asombro y la admiración.
Era justamente el momento en el que todas nuestras miradas estaban pendientes de la suya. Cuando su vista se dirigía hacia afuera, y en la expresión de su rostro se enmarcaba cada rasgo de su pensamiento.
Entrecerraba sus ojos y comenzaba a aspirar muy, muy lentamente los aromas que le iban llegando, quedando así varios minutos en ese estado de meditación, como de éxtasis.
Comenzaba entonces a sentirse más y más una fragancia que venía desde el jardín, era donde asomaba plenamente el aroma de los pastos húmedos, recién regados, sobre el que se había encaramado la fragancia de las maderas y las flores.
Esto tenía que ser antes de cocinar, por supuesto, para que los olores de la cocción no pudieran tapar la sutileza de ese mensaje que le iba llegando.
No era siempre el mismo, desde luego, todo dependía de la época del año, de la estación, de la hora del día, de tantas cosas... eran diferentes los aromas del amanecer que los del mediodía o al ponerse el sol, antes o después de la lluvia.
Además, y eso ella nos lo había enseñado pacientemente, siempre había un aroma que era central, que comandaba a todos; los demás a veces sólo lo acompañaban y otras veces lo potenciaban. Podía venir de las flores, de las hierbas, o simplemente de las maderas de los árboles. Era un lenguaje preciso, primitivo, que transmitían todos los integrantes del jardín.
Y luego, después de unos minutos, todo terminaba. Abría nuevamente sus ojos porque ese momento ya le había permitido decidir totalmente cuál iba a ser nuestra comida. Volvía a la tabla de madera de los alimentos y prendía las hornallas de la cocina.
Y nosotros allí, todos juntos, sentados, participando de esa especie de suprema ceremonia y sustentando así, con ese hecho, tan sencillo y elemental, toda la arquitectura y equilibrio sobre el que estaba construida la familia entera.
Puedo incluso llegar casi a ver las caras de todos nosotros mirándola, siguiendo cada uno de sus pasos, con una expresión entre el asombro y la admiración.
Comenzaba entonces la cocción; era el hervor de los guisos o el dorado de las carnes o bien el punto exacto donde se ablandaban los cereales, las legumbres.
Y al final, antes de servir, era cundo colocaba la especias, que iban decidir la suerte final de las comidas. Algunas veces, ponía algún ingrediente especial, para alguno de nosotros que atravesaba algún tipo de problema, dolencia o enfermedad.
Luego, todos comíamos, y comenzaban nuestros pedidos para que nos contara sus historias. El silencio se hacía general entonces, y todos escuchábamos absortos sus narraciones.
Nos encantaba cuando nos llevaba en ellas a su infancia, en un pueblito chiquito de la Ucrania de principios de siglo. Casitas, sembrados, caminitos del campo, alguna que otra fábrica incipiente, pero sobre todo nos contaba de su familia, con una memoria caso fotográfica.
Era difícil mantener nuestra atención en una situación semejante, y por lo que recuerdo nunca nadie lo había logrado, llámense padres, tías o maestros, peor ella lo conseguía sin dificultad alguna.

Las enfermeras aparecían salidas de esos jueguitos de las playstation: de pronto una puerta se abría, una enfermera aparecía con una bandeja,un carrito o una caja con remedios, caminaba un tramo por el corredor y entraba por otra puerta. Quedaba todo en silencio nuevamente, se abría una nueva puerta, salía otra enfermera y el ciclo volvía a recomenzar una y otra vez.
Me sentí realmente tonto tratando de adivinar cuál era la próxima puerta que se iba a abrir ahora, y lo abandoné rapidamente.
Mis compañeros de espera no parecían estar mejor: el que leía parecía seguir leyendo, y ahora eran dos los que caminaban por el corredor conversando suavemente para no quebrar la calma general impuesta por nosotros mismos.
La imagen de Natalia, ahí cerquita en la camilla, me daba vueltas. La idea de si hice bien o mal en no estar ahí, con ella. Por una parte me habría hecho bien, tenerla con su mano sobre la mía apretándome hasta el alma cuando venían las contracciones, pero si hay algo que no pude soportar en mi vida es el sufrimiento de los demás, las situaciones de dolor ajeno. Nunca pude superarlo.
- Es nena, papito (me decía mientras me abrazaba durante la ecografia), una chancletita, viste!, mi mamá estaba segura, por la forma de la panza (me decía lagrimeando).
El pensamiento me taladraba la cabeza una y otra vez. No va a pasar nada malo... no va a pasar nada malo, me repetía una y otra vez ritmicamente, tratando de que fuera ese pensamiento, sólo ese, encapsulado en el centro de una burbuja, el que iba a decidir la situación que estaba por venir.
No va a pasar nada malo... volvía a aparecer nuevamente.

Con ese alimento, preparado así, de esa manera, fue que mi primo Jonathan pudo curarse de sus ataques de alergia, y, yo mismo, pude curarme de las diarreas que venía padeciendo desde hacía meses, o mi tía Sonia pudo quedar embarazada gracias a las recetas de la abuela. Y tantos otros casos, de familiares, vecinos, conocidos, en los que las comidas que ella preparaba tenían efectos que lindaban casi con lo milagroso.
A nosotros nos encantaban las historias de las mujeres de la familia, que parece ser que eran bastante especiales, ya sea por algo así como un legado genético, o bien por una decisión del mundo espiritual o ambas; así es como, hasta donde se alcanzaba a saber, una lejana antepasada trabajaba con el líquido contenido en un cuenco, un preparado especial con el que ella lo llenaba casi hasta el borde y comenzaba a tamborilear sus dedos sobre la mesa y, entonces, sobre las ondulaciones que se iban formando en la superficie del líquido, comenzaban a aparecer historias que ella podía descifrar.
Otra era la abuela de su madre, la bisabuela, que utilizaba trozos de maderas que elegía personalmente, de la corteza de los árboles, a los que les pedía un respetuoso permiso para sacarlas; los dejaba secar durante semanas para luego, ya en funciones, ponerlas a calcinar muy suavemente sobre un brasero, interpretando las figuras que se iban formando sobre las brasas ardientes.
Estaba también la que leía las cartas (una tradicionalista, probablemente) o la de los sueños que anticipaban los sucesos que denlo por seguro que iban a ocurrir. Esto ya perdiéndonos en los orígenes de la compleja historiografía de mis antepasados.
Era como una especie de signo familiar, que venía colándose en nuestro árbol genealógico, una especie de polizón genético, como si fuera una señal de nacimiento o algo que marcaba el destino personal de cada una.
Por otra parte, no es que se la iban con chiquitas, no, para nada, parece que cada una en lo suyo podía dictar cátedra. Se decía que no sólo la familia las consultaba, sino que se daba el ejemplo de la del cuenco que era también consultada por personas muy importantes, que recorrían kilómetros para verla y poder penetrar así, en los vaivenes de su destino.
Catalina, parece que ya desde chica sintió que había algo en su relación con los alimentos que iba a ser muy especial, y lo fue aprendiendo casi como un juego.
Claro, al principio la madre veía con sorpresa el hecho de que ella siempre conocía cada una de las preparaciones y condimentos que había que utilizar, como si fuera la ejecutante de un instrumento particular para el que había sido dotada.
Su madre, Ana (Anushka, la llamaban), veía que en realidad, ese, era el tema desde el vamos, desde muy pequeñita: en sus juegos infantiles, con sus amigas o sus hermanas. La preparación de la comida era su tema central. Se puede decir que aprendía jugando, y así fue como al tiempo era ella la que decidía qué era lo que había que preparar para tal o cual situación, y entonces, su madre tuvo esa inteligencia natural que tienen alguna madres para dejarla hacer. Así es como Catalina fue creciendo en ese conocimiento y más adelante, comenzó a decidir también qué era lo que había que agregar y por qué, para dar el toque final de la preparación.

“Señor Gómez Reboredo”, anunció pomposamente la enfermera que apareció en la puerta de la sala de partos, “pase, su señora está bien. Es un varón”.
La figura corpulenta del hombre se balanceó casi torpemente hasta la puerta y abrazó fuertemente a la enfermera: - gracias, mil gracias, querida (le dijo casi en un grito que se transformó finalmente en sollozo. Se dio vuelta entonces y mirándonos a todos nos gritó prosiguiendo los sollozos):
- Un varón, es un varón, va a ser de Racing, boludos. Va a ser de Racing (repetía mientras se alejaba por el corredor).
Todos nos miramos y comenzamos a reírnos más y más, hasta que la complicidad desatada terminó en una estruendosa carcajada general, cortada finalmente por una reflexión del que estaba al lado mío:
- Pobrecito, que triste porvenir le espera: ¡¡de Racing nada menos!!

Las plantas aparecieron más adelante, cuando estaba ya más crecida, y pasaba largos ratos en un parque cercano a su casa acompañada por sus hermanas o alguna amiga.- Esa fue mi escuela- nos contaba.
Fue el período en que comenzó a desenmarañar el porqué de los aromas de las plantas. - Ellas nos entienden- decía - y nosotros tenemos que entenderlas a ellas.
Al venir a la Argentina a eso de los veinte, conoció a mi abuelo, también ucraniano, que la quiso inmensamente, y con el que compartía la pasión por las plantas.
Catalina pasaba horas en el verdor de su casa de Villa Luro, con su sector de plantas y flores más cercanas a la casa: ahí estaban los rosales, los jazmines y un sector que había reservado para las lavandas y las azucenas. Ahí estaba también el algarrobo con su hamaca para los chicos, colgando de una rama.
Más atrás, estaba la huerta, donde por las mañanas plantaba sus semillas, y recogía las verduras para el día: lechugas, tomates, calabazas, cebollas, de todo un poco tenía. Todo esto coronado por los árboles de naranjas y el limonero.
Y al costado, por fin, el rincón preferido en donde crecían las hierbas y las especies. Allí convivían el tomillo, el laurel, el cilantro, el estragón con los pimientos, el rábano blanco y el hinojo.
Había conseguido incluso un banco de plaza, que puso en un claro del jardín, protegido por la sombra del limonero, en donde se sentaba por las tardes y resolvía las consultas de la familia, los vecinos, todos. A veces sin saber nada, lo entendía todo.
Sólo necesitaba estar con la persona sentada en su banco, en un estado de gran calma, entrecerrando sus ojos mientras escuchaba los relatos. Los aromas hacían el resto.
Comenzaban normalmente naciendo en los pastos húmedos del jardín, y luego, montándose sobre una brisa de viento, comenzaban a recorrer una por una las plantas de la huerta. Seguían entonces su camino hacia las flores, que aportaban la sensualidad de ese conjunto; por último, la parte más especial, las hierbas y las esencias, que eran las que proveían los códigos más misteriosos. Allí, todos los aromas que se habían juntado previamente, parecían como regodearse recorriéndolas una y otra vez, empezando en general por el hinojo para terminar con el jengibre, y emprendiendo finalmente el camino hacia el claro del jardín para terminar en la casa.
Era ahí donde asomaba plenamente el aroma de los pastos húmedos, recién regados, sobre el que se había encaramado la fragancia de las maderas y las flores.
La abuela, entonces, sonreía, y hablaba con voz reflexiva contestando las preguntas que le hacían. Dramáticas, inquisitivas, curiosidad pura, siempre contestaba.
Le encantaba llevarnos al jardín y hacernos recorrer sus caminitos para reconocer las características de cada especie en particular (sus modales, los llamaba), y, luego, sentados todos en el pasto a su alrededor, nos hacía reconocer de donde provenían los diferentes aromas y cómo se iba construyendo su mensaje hasta formar una totalidad única. Ella tuvo la paciencia para enseñarnos los códigos del penetrante lenguaje vegetal.

  Ya habían pasado casi todos, y cada vez la apertura de esa puerta, la de la sala de partos, volvía a generar una conmoción eléctrica en nosotros.
  “Sólo el padre, sólo el padre”, repetía la enfermera cuando una tromba humana de familiares pretendía entrar.
  El racinguista se había multiplicado con un familión reunido a su alrededor con cajas y hasta una heladera portátil, devorando sándwiches, tortas y champán, con el que convidaba a todos los que estábamos ahí.
   Yo ya iba quedando para lo último, hasta que una enfermera se apiadó de mí, diciéndome:
  - tranquilo, tranquilo, su señora está bien, pronto lo llamaremos a usted. 

Cuando éramos ya más grandes, seguíamos yendo a las reuniones de la gran mesa de la cocina que seguían teniendo la misma magia que las primeras. Ya las narraciones eran mas profundas, incluso hasta con un toque medio filosófico, que dejábamos para el final, en el jardín.
Nos contaba que las situaciones de la vida, tenían, para ella, características similares a las de la preparación de los alimentos, y el arte, era justamente ese, lo que podía diferenciar a un gran cocinero de un dotado: el hecho de poseer la intuición para poder recorrer ese puente misterioso que une lo intangible, la sensación de algo, y lo tangible, la materialización de ese algo. Los aromas de las plantas y el alimento. “Dos caras de la misma moneda”, explicaba.
Quedó un vacío muy grande en la familia después de su muerte y la del abuelo, que la siguió al poco tiempo, y todavía hoy, cuando me encuentro con mis hermanos o alguno de la legión de primos y primas con los que compartíamos aquellas reuniones, vuelve a aparecer algún recuerdo vivo que nos remonta nuevamente a ese lugar mágico de nuestra infancia.

Nuevamente vi abrirse la puerta de la sala de partos, sólo quedábamos tres personas esperando, y casi no le di importancia para no tener que enfrentar una nueva decepción.
Pero no, esta vez no fue así, la enfermera no despegó su mirada de la mía y sentí estrellarse la noticia:
- ¡Sí, sí, es para usted, ya nació, su señora está bien y es una nena! (me dijo sonriendo). Pase por favor, pase.
Sentí en ese momento como un choque eléctrico en donde el cuerpo ya no me pertenecía, y un sudor frío que me empañó completamente la frente. Casi no pude reparar en las miradas sonrientes de los otros dos, porque sentí que no podía sostenerme, y necesité apoyarme en el alfeizar de la ventana.
Ábranla más, las dos hojas (dijo la enfermera corriendo para sostenerme).
Los Otros dos abrieron la ventana totalmente y una brisa de aire pudo penetrar francamente por la misma, lo que me permitió una sensación de frescor sobre la frente humedecida.
Fue como un bálsamo con el que pronto comencé a recuperarme, las palpitaciones comenzaron a menguar y logré lentamente reincorporarme.
Pude comenzar a sentir entonces en toda su plenitud, cada vez más y más pronunciado, el aroma de los pastos húmedos, recién regados, sobre el que se había encaramado la fragancia de las maderas y las flores.
                                                                                   




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