miércoles, julio 23, 2008

VISLUMBRES (De Juan José Mestre) P702200

Una de las más nítidas imágenes que vienen a mí desde la infancia tiene que ver con la luz. Con esa luz que todo niño guarda consigo y que la vida va cubriendo de velos hasta opacarla. Iba yo, de la mano de mi padre, a la peluquería de Gil en la calle Iturraspe, a unos pocos metros de la esquina con Belgrano. Al lado de la peluquería, Don Bruno, en su incesante trabajo de gomero, como un orfebre inconsciente, había moldeado la joya más surrealista que pudiera uno imaginar: a fuerza de golpes y sudor, literalmente hizo añicos la vereda y logró fragmentar cada baldosa a su mínima expresión. Y este hecho, nimio, casi insustancial, cobraba una majestuosa entidad cósmica cuando el Sol, horizontal en el Poniente, chocaba con sus reverberos en ese irregular adoquinado pueblerino. El piso, recuerdo, se tornaba negro y el vislumbre, enceguecía. Detrás de ello, lo único que se percibía era la fachada ya en sombras del Club Atlético Jorge Newbery.
Aquí comienza mi historia con Marquitos. O, tal vez, en este punto, converjan todas las historias que tengo con Marcos. Geográficamente, porque era el punto desde donde mi viejo me dejaba mirar las largadas simbólicas de la Vuelta de Santa Fe. Es decir: cerca, pero no tanto –por si pasaba algo raro, claro. Y, en el afecto, se cristalizó una especie de convergencia en la luz y la figura del ídolo. De hecho, no podía esperarse otra cosa: los ídolos están definitivamente aureolados por la luz. Con mi viejo eran amigos de toda la vida. No se veían mucho, es cierto, pero nunca dejaron de serlo. Yo, que lo veía en los parques sellados, ultimando detalles en el auto; charlando con gente de afuera, importante gente de afuera a juzgar por la forma de vestir y los modales; con los muchachos del ACA a la hora de establecer el orden de largada del día siguiente; o cruzar alguna palabra con los periodistas de todo el país que se acercaban a Venado por esas fechas, yo –decía- no podía más que verlo como un ídolo. Y mi apreciación no era errónea: él estaba a la altura de Oscar Gálvez, los Emiliozzi o cualquier otro monstruo de aquel TC que me tocó vivir en los últimos rugidos de las cupecitas, justo antes del recambio que impusieron los sesenta. Y a Marcos lo viví en dos planos, no sé cuál más trascendente. Su rol público, ese que resplandecía en las rutas, en las radios o en la prensa escrita, y el de hombre bonachón, tímido y rubicundo que siempre pasaba a mi lado, me tocaba la cabeza y me dejaba como regalo un “¿qué hacés pibe?” lleno de ternura entre tanto ruido. Después, cuando se apagaban las estelas de los escapes en Venado, no quedaba más remedio que seguirlo por la radio en Carburando o –si uno era más localista- sintonizar a Radio Belgrano y palpitarlo en las voces de Tito Borello, Enrique Ganem en el avión y Carlos Ibargüen que transmitían para el programa de Alberto Hugo Cando.
De los dos roles de Marquitos que jugaron en mi vida, elijo el segundo. Ya habrá quién se ocupe de sus hazañas. Yo quiero recordarlo con la más colosal de todas, esa que trascendió lo deportivo, la que lo hizo a mis ojos todavía más grande de lo que era, aquella que hizo feliz un instante de mi infancia, ese gesto pequeño que los ídolos populares tienen y que denotan el camino de la gloria: estaba yo en el patio del Newbery, devenido en parque sellado, cerca del “Verde Llamarada” cuando pasa él, me levanta en sus brazos, me sienta sobre el capó al tiempo que le decía al fotógrafo de La Nación : “Sacame una foto con el pibe”.
Confieso que jamás pude ver esa foto, pero poco importa: la llevo guardada en el corazón, atesorada en el recuerdo, mezclada en la nostalgia que siempre traen consigo esas instantáneas de la evocación del niño que, por esas cosas, casi todos escondemos.
Sí. Yo me quedo con la imagen de este Marcos Ciani. El amigo de mi padre, el hombre parco y tímido que se bebió la vida con una pasión que marcaba doscientos kilómetros por hora en los relojes; me quedo con ese rostro afable, ídolo de los buenos, de esos hombres auténticos que cuando provocan un hecho, simplemente se extiende en algo feliz para la gente, en una ilusión de domingo, en la pasión del deporte, en el amor a una marca. O en mi sonrisa que vuelve al recordar la foto sobre el capó o el bruñido atardecer de la vereda de Don Bruno.
Me quedo con esto. A la Historia la escribió Marcos.

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