I

Ninguno podría haber supuesto que la lucha interminable entre los hermanos (iniciada desde que el padre falleció, hace ya cinco años), debido a que no se ponían de acuerdo en el modo de organizar los turnos para cuidar a la madre, se iba a resolver de un plumazo.
Nunca llueve a gusto de todos, se suele decir. Pero, en este caso, sí lo hizo o, al menos, eso opinaron sus hermanos y su madre (que acababa de cumplir 85). También se alegraron Petra y Mauricio; aunque para ellos, más que lluvia, resultó ser una cruel inundación que les tenía reservada el destino.
Petra estudió para enfermera. Nunca ejerció como tal ni se presentó a las oposiciones (y bien que se arrepentía ahora). Se acomodó a cuidar de la casa y de sus tres hijos. Se había justificado ante sí misma, repitiéndose que lo mejor que podía hacer era dedicar su tiempo a los hijos en lugar de dejarlos en manos de extraños.
El marido trabajó siempre en la construcción. Petra era una buena administradora de la economía del hogar. El sueldo que ganaba les daba para vivir dignamente, aunque sin permitirse caprichos.
Se sentían muy orgullosos de haber sacado adelante a sus tres hijos y haber podido ayudarles en la entrada de un piso a los dos mayores. Con el pequeño lo tuvieron más difícil. No les había dado tiempo a ahorrar lo suficiente cuando el chaval encontró trabajo y pareja y quiso marcharse de casa. Por eso, como Petra y su marido tenían muy claro que a los tres había que darles lo mismo, pidieron un préstamo que avalaron con su propia vivienda, de la que todavía estaban pagando la hipoteca. Esta era la situación económica del matrimonio el día en que Mauricio se presentó con la terrible noticia:
— La empresa ha dado en quiebra. Nos han despedido a todos. ¿Qué hago yo ahora? ¿Quién me va a contratar a mis 57 años?
Se derrumbó sobre el sofá. Petra permaneció de pie mirándolo, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.
— ¿Tendrás derecho a paro? — fue lo que se le ocurrió preguntar.
— Sí, pero el dinero del paro no nos dará para vivir y pagar las deudas. Te recuerdo que estamos hipotecados hasta las cejas.
Llevaba razón. Fueron tirando unos meses. Haciéndose los fuertes. Ocultando a la familia el mal trago que estaban pasando. Mauricio buscó trabajo durante un tiempo, hasta que se hartó de hacer fotocopias del currículum y repartirlas como un pordiosero, como si estuviese pidiendo limosna —decía él— para que luego acabasen en la papelera.
Lo peor llegó cuando comprendieron que ya no podían hacer frente a los pagos que el banco les exigía. Si no sucedía un milagro, en poco tiempo perderían la casa.

II

Mauricio era hijo único. Sus padres habían fallecido hacía tiempo dejándole unas cuantas deudas como herencia. No podía recurrir a ningún familiar. Tampoco sus hijos mostraban actitud de ayudar.
Una mañana, Petra se despertó con mejor talante que de costumbre. Una chispa de esperanza parecía haberle prendido en el corazón durante el sueño.
— He tomado una decisión: voy a hablar con mi madre y con mis hermanos. A grandes males, soluciones desesperadas; no nos queda otra.
— ¿Para qué quieres reunirte con ellos? Ya sabes cómo son. No se te habrá pasado por la mente pedirles dinero. Prefiero sentarme en la puerta de una iglesia con un cartelito y una cajita para que me echen limosna.
— No digas burradas, hombre. A lo malo, malo, nuestros hijos no nos iban a dejar tirados.
— Qué ilusa eres. ¿Es que no tienes ojos en la cara?
A Petra no le gustaba reconocer que su marido llevaba razón. Le dolía demasiado.
—Mi madre necesita atención las veinticuatro horas del día. Sabemos que el banco se va a quedar con nuestra casa. Podríamos irnos a vivir con ella y dedicarnos a cuidarla a cambio de la pensión que cobra. No creo que mis hermanos se nieguen. Para ellos será un alivio. La pensión de mi madre es pequeña, pero nos dará para comer y tendremos un techo bajo el vivir. Tú me ayudarías en lo que pudieras y, quién sabe, a lo mejor te va saliendo alguna que otra garnacha, que tú eres muy apañado para hacer reparaciones.
— Tengo que reconocer que no es mala idea, Petra, aunque no me guste. Suponiendo que acepten, piensa en lo mayor que es tu madre. ¿Qué haríamos cuando ella falte? No creerás que tus hermanos nos dejarán seguir viviendo en la casa como agradecimiento.
— No, claro que no. En cuanto a los años que vivirá, quién sabe. Puede que seamos nosotros los que nos vayamos antes para el otro barrio.
— Con estos disgustos, no me extrañaría. —Suspira amargamente Mauricio.
Ese mismo día, Petra invitó a su madre y a sus hermanos a tomar café:
— Tenemos algo importante que proponeros —les anunció por teléfono.
Allí estaban: los hermanos, las cuñadas y la madre. Fueron puestos al corriente de la mala situación económica por la que atravesaba el matrimonio y de la propuesta que habían pensado hacerles.
Petra no cabía en sí de alegría cuando todos se marcharon habiendo aceptado de buen grado la proposición. También solicitarían la ayuda por cuidado de familiares dependientes.
En unas semanas solucionaron el papeleo con el banco y se marcharon del que había sido su hogar desde que se casaron. Se apresuraron en vender algunos muebles y ciertos objetos de valor antes de que el embargo se llevase a cabo.

III

La vida les ofreció diez años de tranquilidad, durante los cuales cuidaron con mimo a la madre y ahorraron todo lo que les fue posible, en previsión de un mañana fatídico que no sabían cuándo llegaría.
Tal como habían supuesto, al poco de producirse el fallecimiento los hermanos de Petra se mostraron impacientes por poner a la venta la casa. Esta era la única herencia que la pobre mujer les dejaba.
Petra y Mauricio tuvieron que alquilar un piso, el más barato que hallaron. Tuvieron el detalle de permitirles llevarse los muebles más necesarios.
Como ya eran unos expertos, se dedicaron al cuidado de mayores tanto en casas particulares como en Hogares para la tercera edad. Y no les fue mal.
Pero llegó el momento en que las fuerzas les fallaron, aparecieron las enfermedades serias y les tocó a ellos ser los dependientes. El lugar donde pudieron encontrar asilo con más rapidez fue precisamente en el asilo de ancianos que cuidan las hermanitas de la caridad.
El primer día que pasaron en él, entraron a la capilla, se arrodillaron y, cogidos de la mano, con la voz entrecortada por el llanto, les pidieron a la Virgen y al Niño Jesús, que mecía entre sus brazos, un solo favor: el privilegio de marcharse los dos al mismo tiempo, cuando el Padre Dios tuviera a bien llevárselos de este mundo.
Este favor, privilegio o milagro, como solían llamarlo en sus elucubraciones más íntimas, les fue concedido tres años más tarde. Petra y Mauricio amanecieron sin vida en la cama, abrazados el uno al otro. Ella tenía 72 años y él, 77.
Los hermanos y cuñadas de ella habían ido falleciendo. Como familiares cercanos solo les quedaban los tres hijos y los cinco nietos.

IV

Llegó la hora de leer las últimas voluntades. Ya daban por hecho los hijos que poca cosa podrían heredar de sus padres. Sin embargo, se equivocaban. No heredaron poca cosa, si se tiene en cuenta el valor espiritual de la herencia en cuestión: un sobre con una carta y tres billetes de cinco euros.
La carta decía así:
A nuestros queridos hijos, a los que deseamos larga y feliz vida.
Por razones que vosotros bien conocéis, nos ha sido imposible acumular bienes materiales. Así que no hay nada para repartir que no sea el inmenso amor que siempre hemos sentido por todos vosotros; esto sí podéis repartíroslo a partes iguales y guardarlo en vuestro corazón, único lugar donde tendrá cabida esa cantidad infinita.
Os preguntaréis por el significado de los billetes de cinco euros. No se trata de una broma de vuestro padre (como seguramente estaréis pensando). Es algo simbólico. Nosotros comenzamos la vida juntos sin apenas dinero y sin dinero nos marchamos. El cariño tan grande que hemos sentido el uno hacia el otro nos ha permitido superar las pruebas que nos ha puesto la vida, que no han sido pocas. Cada vez que estéis agobiados, sin saber cómo resolver algún problema, pensad en estos cinco euros y acordaros de cómo nosotros fuimos capaces de vencer las dificultades.
Por último os pedimos un favor: no lloréis nuestra marcha. Nos hemos ido cargados de amor. Con ese mismo amor deseamos que lleguéis al final de vuestros días, que ojalá esté muy lejano.
Vuestros padres siempre.
Petra y Mauricio. 
PP 22 3 55