martes, marzo 01, 2022

CABALLITOS DE RÁQUIRA Macelo Pérez (Mercado Libro) Grupo Paginantes en Facebook Nº 379

 Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?


CABALLITOS DE RÁQUIRA Macelo Pérez (Mercado Libro) Grupo Paginantes en Facebook Nº 379

 

Joaquín apenas tuvo tiempo para esconderse detrás del mostrador, cuando la ráfaga provocada por la ametralladora barrió con casi todo: esquirlas de cerámica, madera, lienzo, todo pareció volar por el aire siguiendo una loca carrera sin descanso. Fueron sólo unos segundos hasta vaciar el cargador. Luego quedó todo en silencio, si no fuera por los perros que ladraban en la calle y el zigzagueo metálico de la lámpara del techo. El haz de luz que iba y venía desdibujaba, en el rostro de Joaquín, la imagen de un hombre azorado, sorprendido por lo fugaz de asomarse a una muerte sin sentido ni remedio. Joaquín alzó sus manos, apareciendo, poco a poco, detrás del mostrador. “Que no dispare, que no dispare”, pedía con sus ojos y la mirada temblada. El hombre era corpulento, parecía un haitiano; el arma que llevaba todavía humeaba sudorosa. Detrás de él, otro desconocido tanto o más enorme. Ambos de piel morena, cabello muy corto, casi nada. Vestían camisas floreadas y pantalones negros. Ninguno de los dos habló, sólo esperaron la aparición de otro hombre: caminaba encorvado, se diría que tuviera varios años encima. Llevaba un bastón de marfil; cosa rara, nadie usaba bastones de marfil. Sus lentes oscuros impedían componer la totalidad de su rostro. Joaquín vio su piel surcada por una viruela curada a destiempo. Este hombre vestía traje negro, camisa blanca y una corbata de seda azul oscuro. No dijo palabra, miró a su alrededor; al ver todas las artesanías destrozadas, especialmente los caballitos, sonrió, como si lo hiciera con una satisfacción plena. Hizo una seña con la cabeza a los dos grandotes y salieron. Afuera, en la calle, ya se oían, a lo lejos, las sirenas de los autos de la policía. La calle estaba despejada y en silencio, nadie deseaba ser testigo. Los tres subieron a un auto negro, partiendo con rumbo desconocido. Joaquín quedó llorando su pérdida: toda la alfarería, y lo que más le dolió: los caballitos. Había muchos de ellos, nunca los había contado, creía que cerca de cien. De tradición familiar, en Ráquira se hablaba mucho de su tienda, ahora debía comenzar todo de nuevo. Hipólito todavía mantenía la sonrisa en sus labios. Se quitó los anteojos negros sólo para ver mejor los dos patrulleros que pasaron raudos hacia el lado contrario. Los policías estarían ocupados un buen rato en ese asunto. No sería de su incumbencia. Lo importante ya estaba hecho. Y si Joaquín volviese a abarrotar de caballitos su tienda, volvería y haría lo mismo. Haitiano Uno, que manejaba, conocía bien cada recoveco del barrio. No así Haitiano Dos, a él sólo le interesaban las armas y cómo emplearlas. Su ametralladora siempre lista, aceitada y limpia. Todavía estaba un poco tibia por el trabajo exigido. El auto subió por una calle empinada hasta llegar a un caserón perdido en medio de un parque arbolado. Hipólito había logrado alcanzar una pequeña fortuna con su plantación, pero ahora ya estaba retirado. Sobre el escritorio de su estudio, entre papeles, lucía la base de mármol de un antiguo tintero; pero el tintero ya no estaba, y la base era usada para que se posara la figura de un caballito sonriente, al igual que los labios de Hipólito al ver su obra concluida en la tienda de Joaquín. En Ráquira había miles de esos caballitos de cerámica. De distintos tamaños y diseños, siempre llevaban sus tinajas a cuestas. Cómo olvidar esos caballitos de Ráquira, una vez vistos ya permanecían impregnando con su figura el recuerdo. Como la niñez de Hipólito, sus años felices junto a mamá y papá. Se sirvió un poco de coñac en un vaso; se sentó ante su escritorio e hizo un amague de brindis dirigido hacia el caballito. Recordó su niñez hasta los diez años, cuando sobrevino la muerte de sus padres en un accidente. Luego Camilo, el vecino tan bondadoso; el alfarero que se hizo cargo del niño y le enseñó a amar la cerámica hecha vasijas, cacharros, jarras y, sobre todo, los caballitos, delicadas, simpáticas piezas que iluminaron de alegría los dulces años de Hipólito. El auto frenó ante la entrada de la tienda. Don Ramón no esperaba clientes a esa hora de la temprana tarde, cuando el calor del sol invitaba a la siesta. La calle dormida fue recorrida por el polvo que empujó el auto. Haitiano Dos descendió del vehículo, ya preparado con su arma. Don Ramón se asustó, gritando corrió calle abajo. El frío acero de las balas arrolló toda una estantería donde la sonrisa de los caballitos invitaba a los turistas a llevárselos. Trozos de cerámica se esparcieron por el suelo buscando un reparo ante tanta destrucción y fragor. Hipólito entró a contemplar el teatro del caos propagado. Sus labios sonrieron una vez más. Hizo una seña a Haitiano Dos, retirándose. Don Ramón, llorando, le contó a un policía que encontró, pero ya era tarde cuando dos patrulleros arribaron al lugar. Nadie fue capaz de detener al auto negro que, veloz, corrió como el viento, arrastrando tierra disuelta en granos de polen. Hipólito recostó su cabeza contra el asiento, embargado por la velocidad del auto. Entrecerrados, por sus ojos desfilaban las callejas empinadas, las casas de techos de barro o cerámica para modelar vasijas, cacharros y, por supuesto, los caballitos de Ráquira; los mismos que él conoció desde niño, junto a Camilo y sus manos callosas modelando. Y una noche de tormenta, cuando él tenía 13 años, Camilo lo encerró en el cuartito donde guardaba las piezas terminadas, y mientras abusaba de él le decía que no apartara la vista de los caballitos. Estos sucesos acontecieron hasta que Hipólito llegó a tener los 18, y una tarde calurosa que le pidió ir juntos hasta el lago para refrescarse, una piedra golpeando su cabeza acabó con la vida de Camilo. El pueblo lo lloró, porque todos admiraban su arte en alfarería, y los caballitos con sus tinajas a cuestas, su sonrisa eterna. Hipólito comentó que fue un accidente, que Camilo se desbarrancó por el camino. Al poco tiempo, la casa ardía cubierta en llamas. Hipólito se cubrió con la bruma de un pasado al cual no deseaba retornar jamás. En la soledad de su caserón, degustaba su whisky mientras Haitiano Uno esperaba nuevas órdenes. Tanto a él como a Haitiano Dos ya le corría por la sangre volver a salir y hacer saltar por los aires los fragmentos de cerámica al compás de la metralla. Una vez más, tan sólo una salida más para terminar con todas las tiendas donde vendieran los caballitos. Esos, los que sonreían cargando sus diminutas vasijas, galopando al trote, “tacatá, tacatá”; o al paso, por los estantes de los alfareros, las calles en subida, empedradas con tierra apisonada y con olor a tarde de verano; los tejados, cacharros tamizados de negro humo; tinajones enormes, panzudos, como urnas funerarias para guardar las cenizas de los muertos queridos. El calor sofocante, el aire que aprieta, la atmósfera cargada de luces y colores. Y el auto negro que deja atrás un tendal de polvo naranja y ocre. Hipólito que apenas musita sus órdenes, silbidos casi inaudibles como un murmurar de abejas en el correr y empuje del viento. El auto negro. Se detuvieron frente a una humilde choza de barro. Haitiano Dos revisó su ametralladora: estaba todo en orden. Bajó del auto; miró a su alrededor, acompañado por el silencio. Demasiado silencio. Raro. Podría ser la hora de la siesta; pero no, no había siesta. Haitiano Dos enfiló hacia la puerta del negocio, ya viendo, desde la calle, las estanterías cargadas de tinajas y los caballitos, los de Ráquira, ¿qué otros podrían ser, si no? Apuntó su ametralladora pero no pudo accionar el gatillo: cientos de aguijones laceraron su carne, como balas dentro del estruendo. Haitiano Dos no hacía más que girar y girar sobre sí, como un trompo, en la medida en que los proyectiles penetraban su piel mordiendo como cangrejos. Haitiano Dos cayó con el odio propio de lamer la calle polvorienta, esa que, alguna vez, se había jurado a sí mismo no transitar envuelto en harapos, sino en fina camisa de tela inglesa. Haitiano Dos cayó, como caían los grandes: sin comprender qué era lo que estaba sucediendo. Haitiano Uno bajó del automóvil con una mano en su cintura, presto a sacar su pistola Glock, vaciar el cargador sobre esos infames indígenas ayudados por tres autos de la policía que aparecieron de la nada. Dos balazos en su cabeza, de los tantos otros que recibió, lo voltearon de espalda, quedando su cuerpo cosido con impactos y con los brazos abiertos como un Cristo recientemente crucificado y vuelto a renacer de sus propias cenizas. Hipólito intentó también descender del vehículo, pero tuvo que quedar protegido detrás de la puerta abierta. Ahí, a escasos metros, estaba la pistola de Haitiano Uno; si tan sólo la pudiera alcanzar tendría más chance de repeler el ataque. Sin embargo, prefirió sacar, de entre sus ropas, su revólver, apuntando a los policías cuando un proyectil le destruyó la mano. El dolor, quemazón de la piel, obligó a deshacerse del arma y pedir clemencia agitando el blanco pañuelo de fino hilo, que sacó de su traje. Don Ramón no perdonó: con su escopeta le voló los anteojos y media cara también, como si la hubiesen despellejado o curado para siempre de su viruela mal curada. Cayó también de espaldas, dejando flamear al viento su corbata de seda azul ahora salpicada de tinta roja. Antes que su cuerpo tocara el suelo ya su vida se había acabado. ¡Qué cosa curiosa eso de morir durante la caída, no sintiendo el dolor que pudiera provocar el golpe contra el seco y caluroso asfalto de esa callecita de Ráquira! Uno de los policías anunció el alto el fuego. Ráquira recobraba su paz, lo mismo que los caballitos. Hipólito murió con su sonrisa en los labios. Hipólito ya no era él, ya no estaba ahí. Se encontró a sí mismo en el taller de alfarería de Camilo; los rayos de sol que se filtraban entre el techo cobrizo de tejas; las paredes de barro frescas como el atardecer. Y Camilo que le mostraba los caballitos. ¿Has visto, Hipólito, qué bonitos son? Llevan un par de tinajas. Mira, están sonrientes. ¿Quieres saber cómo hacen, Hipólito? Hacen “tacatá, tacatá”… ¡qué bonitos son!. ¿Verdad?
*
Marcelo Pérez
3 de Diciembre de 2021


PP 25 379


* http://paginantes.blogspot.com/2022/03/caballitos-de-raquira-macelo-perez.html


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