martes, septiembre 19, 2017

CAP 22: LA LUZ

-¿Y  por qué no puedo estar? (Juan abrió los ojos significativamente).
-Vino la policía a desalojarnos de la novela.
-Esto fue Luis...  por la discusión.
-¡Y por qué te ponés a discutir con él! ¿Ahora dónde vamos a encontrar una novela donde vivir?
-Luis me va a perdonar... tiene buen corazón.
Juan abrió los ojos. Había soñado cosas muy extrañas que no podía recordar.
Tomó el libro que estaba en la mesa: "¿Cuántas maneras existen de arrojar una moneda?"
Es apenas la mitad de duras declaraciones... errores. Calamidades del destino ¿El destino (se preguntó Juan), qué tiene que ver el destino? iHabía unas ganas de meter al destino por todas partes! Vaya y pase que hablemos de la vida como un regalo del destino, ien fin! Pero iahora también para arrojar una moneda hace falta el destino!
-Lo que pasa que a vos no hay cosa que te venga bien.
-No, lo que pasa es que querés destruir la novela para que yo no tenga dónde vivir.
-Yo no la destruyo.
-Sí, vos la destruís porque el autor sos vos.
- ¿Y vos por qué cuestionás y cuestionás ¡a qué viene criticarme porque menciono el destino!? i¿No ves que nada te viene bien? ¡Lo que no te parece cursi te parece trillado y lo que no... ¡pero qué diablos, que me tenés podrido, andate, haceme el favor!!
-Está bien, me voy a ir, pero me gustaría saber qué vas a hace después sin mí.
-¡Pero por favor, tengo cuentos, tengo poemas, puedo inventar otro personaje; parece que te olvidaras que yo te invente, ¡idiota!
-¡Vos no me inventaste, eso no te lo permito!
-¡Y qué me importa a mí lo que me permitas y no me permitas!  Hay cien personajes sin trabajo, lo llamo a Jorge, lo pongo en tu lugar, mirando el mar, comiendo (iporque te la pasás comiendo!).
-¡Disculpame, yo como porque vos me hacés comer (y comida bastante mala por cierto)! Solamente una...
- ¡Callate idiota; andá a preguntarle a Tumitak lo que comía, o a Don Quijote...!
- ¿Y por qué no le preguntás a Sancho...?
- ¡Y qué, qué comía Sancho!: queso, jamón...
- ¡Por favor! vos no conocés a Cervantes.
- ¡Y vos conocés a Cervantes! (con sorna).
- ¡Mirá, a mí no me vengás con indicaciones de teatro, qué me venís con eso de "con sorna".
- No te digo a vos, lo anoto para el lector...
- ¡Sí, sí! A mí con esa no me vengás.
- ¿Y se puede saber desde cuándo ahora esa nueva de acentuar el imperativo en la última ¡qué sos, un repartidor de residuos!?
- Será un recolectar de residuos; ¿¡desde cuándo los residuos se reparten entre la población!?
- ¡¿Y desde cuándo vos sabés algo de la vida de afuera?!
- Además, no me gusta este capítulo porque lo llenaste de malas palabras, ya te dijo tu esposa también.
- ¡Sí, porque ella nunca dice malas palabras!
- Pero ella las dice afuera, acá adentro hay que hablar bien.
Juan dejó de escribir. La novela estaba cambiando, el capítulo XXI y el XXII eran (cómo decirlo) dispersos, inaprensibles, psicóticos; o tal vez no, tal vez era al revés.
Era tarde, la lluvia pintaba con un traje de misterio el atardecer vacilante. Juan, al borde de la noche, miraba las fosforescencias danzarinas de las olas solas entre el crepúsculo y la súbita tristeza de sus ojos abiertos a las fluyentes lágrimas vacías. Pobre descubridor de un mundo sordo y enigmático; bajaba por las escaleras del silencio, solitarias, profundas. Inútil narrador de dramas amarillos; respiraba en el aire fugitivo de las ventanas, su propia nostalgia.
El mar, compañero infalible de las noches cerradas; estallaba en un melancólico susurro guerrero, un clamor de derrota, un himno al frío paso de las constelaciones a la nada, sólo bruma... como las ruinas irreversibles de viejas ciudades, como el dolor.
¡Cómo escapar, cómo reír, cómo inventar un mundo, cómo invertir la cara oscura del naufragio eterno de su vida! Sólo en la plataforma de las cosas rotas, de los juguetes en litigio con un pasado descompuesto, de los amores muertos, de las innumerables hojas secas depositadas en los pasillos inapelables de todas las estaciones; allí, podría encontrar la supuesta curvatura de una absurda sonrisa.
Abrió las manos como quien, vencido, sólo busca la piedad que le llene un apenas pedazo en el baldío existencial. Abrió sus manos, para entregarlas a la penumbra; y con los labios pesados de historia, dibujó un beso para nadie y para todos aquellos que avanzaban entremetidos en sus trajes del otro lado de la niebla. Un beso, solo en la noche.
Era muy tarde para todo... para el amor, para los sueños. Se dejó caer lentamente, flojo, débil, quieto, cansado. En el sillón, ya no podría ver las olas. Bajó los ojos, oscuro como esa noche quebrada por los relámpagos.
Estaba solo; como antes del amor, como después de la alegría. Definitivamente solo en la lluvia, solo, con su ancla de adiós clavada entre sus lágrimas interminables, solo, con las manos abiertas inutilmente, solo, profundamente solo, solo como las piedras, como los muertos en su cajón.
Ellos, los que lo amaron, estaban lejos ¡tan lejos...! Eran como figuras pintadas, Y en las galerías del presente, ese territorio estéril, todas las pesadas horas lo enredaban en un abismo inconcebible. Estaba solo.
Nunca, nunca vería aquellos ojos que una vez lo siguieron como puertas abiertas. Era tarde, muy tarde. Todo el amor estaba del otro lado de su vida. Y hasta los escarabajos, alguna vez cansados lo dejarían sin otro pasatiempo que la muerte.
Solo, porque nadie pensaba en él, porque ya a nadie le importaba si vivía o había muerto, porque lo alcanzó todo y lo perdió todo. Se acercaba el invierno.
Se puso de pie, otra vez miró las olas fosforescentes. La playa era un desierto de sombras, de fantasmas al acecho. Y allá, a lo lejos, en medio de la oscuridad; una pequeña luz circular, blanca, tal vez proveniente de esas linternas a pila que venden en los kioscos.
Tuvo curiosidad. La luz se encendía y apagaba con intervalos regulares. Tuvo un presentimiento insólito, más un deseo. Era ella, era Gabriela, que en la noche, como un ángel, venía a rescatarlo de su martirio desesperante. Debía ser ella, ella, como antes, como siempre, como entonces; con su sonrisa, con sus besos, con algún chiste y su sonrisa y su sonrisa, ella, definitivamente era ella y le hacía señales para decir que no sufriera ya, que llegaba, que le traía todo el amor, todas las ilusiones, toda la vida de nuevo, era ella, quién más podría venir a visitarlo, quién sino ella se apiadaría de su alma.
La emoción lo envolvía y el corazón... ¡no, no debía engañarse! Podría ser cualquier persona, cualquier caminante solitario .
La luz se aproximaba... como una promesa. ¡No, no era ella, o sí! Podría ser ella, ella que regresaba para devolverlo a la alegría, a las ganas de vivir.
Temía perder esta esperanza nueva, esta luz, esta noche, este misterio ¿Y si no era ella, qué sería de su vida, cómo resistiría los años y los minutos?
Estaba quieto, de pie, frente a la ventana. El mar parecía fosforecer aún más, como si también él riera, como si diera comienzo la fiesta ¿Qué fiesta, qué alegría? ¿Y si la luz se alejaba? iAy! ¿Y si toda la vida la luz se alejaba? ¡Solo, solo! Estaba solo.
La luz relampagueaba como una estrella, como una luciérnaga furtiva. La luz relampagueaba ¡ay, si fuera ella, ay, si ya no estuviera solo!

Novela Sólo un escarabajo de Luis Alberto Battaglia


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