A veces vacilamos en poner nombre a las cosas, nos perdemos en una distancia de nosotros mismos. Andamos por el mundo sumergidos en nuestras historias, recuerdos, espe-ranzas, penas. Como barriletes sin hilo, labios sin besos, canciones sin palabras, como todo lo que tenemos y creemos nuestro, sin comprender que somos inquilinos de la vida. Y a veces, como hoy, describimos lo indescriptible.
Durante años, como esas cosas que nos fabrican, nos hacen, nos pueblan, me encontraba con Itatí (mi amor) los sábados a la noche, en un bar que estaba en una de las esquinas de Santa Fé y Scalabrini Ortiz. En esa esquina, tirado en el suelo, vivía un hombre de una generación posterior a la mía.
Cada sábado me encontraba con este señor, conversábamos unas palabras, le daba unos pesos, y luego yo entraba al bar a esperar al amor de mi vida.
Itatí siempre tardaba y yo escribía; muchas veces acerca de la pobreza, que tenía a unos pocos metros (sin ir más lejos).
Él era un personaje, tenía un perro que siempre lo acompañaba, un grabador a pilas que seguramente alguien le ayudaba a comprar. Ponía música, la ponía muy fuerte, creo que para compartir con los transeúntes en lo que vendría a representar (podríamos decir) algo así como su red social. Bailaba, se reía, habla con la gente. Era bueno y gentil.
En un momento, ya no me encontré con Itatí en ese horario y en ese bar; es más, el bar ya no existe.
Pero un tiempo después de dejar de concurrir a la cita, fui a esa esquina, tenía la esperanza de encontrarme con él, el hombre de Santa Fe y Scalabrini Ortiz, hablar unas palabras, darle unos pesos, a un nuevo bar que estaba allí, y recordar viejos tiempos.
Pero él, mi amigo, no estaba. Me alejé de la esquina, no entré al bar, y me preparé café en mi casa.
Hace unos años me enteré por las redes sociales su apodo, lo llamaban “Pechito”
Y un poco después, Itatí me contó la terrible noticia: Pechito había muerto.
Una sombra me recorrió el alma, me brotaron preguntas, como la sangre al herido. ¿Cuánto vemos, cuánto nos vemos, cuánto nos importa de los demás, cuánto ayudamos a las personas pobres, cuánto nos indigna esta realidad, cuánto luchamos por un mundo más justo? La respuesta a esas preguntas, en mi caso, se da con una palabra: mucho. Pero ese día terrible, sentí que ese “mucho” era poco, si no era suficiente para cambiar la realidad. Y ese día sentí que mi amigo, Pechito, regalaba alegría a manos llenas porque no la tenía para sí.
Y ahora, mis queridos radioescuchas, masticando de nuevo la nostalgia pero también el dolor, la angustia, la soledad, a Pechito y a todos los Pechito de este mundo, les pido perdón.
Desde el alma.Luis Alberto Battaglia
(lo voy a leer en Radio Asamblea el 3/12/2018)
BIENVENIDO A LAS METROLETRAS
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