viernes, julio 12, 2019

UN DISPARO PERFECTO


Por Gregorio Riveros.
Pampanito / Venezuela.
  El poeta Baltasar Valdivia Parra lo único que pretendía era matar su tristeza infernal. Pero la tristeza llegaba, una y otra vez. Y aquella noche, fue suficiente que llegara con su instante de presencia dolorosa para retomar el deseo de asesinarla sin piedad. Eran tardes lluviosas de agosto que dejaban en el ambiente una sensación de profunda pesadumbre y desolación. Su mente tormentosa estaba acorralada, doblegada, con el ánimo abatido. Su desconsuelo se internaba en una presencia oscura que lo encerraba en los barrotes grises de una melancolía insondable. Hubo algunos días que pudo escapar, y se escapaba, y podía salir de su depresión agobiadora. Salía para la calle a caminar por el centro de la ciudad como una salvación fugaz para mirar rostros múltiples y desconocidos. Verlos andar le resultaba entretenido y le hacían sentir parpadeos alegres de la vida. Pero eso no bastaba en los otros días grises. Aún así, salía de la solitaria habitación a caminar por la ciudad donde veía la gente pasar hasta que todos se desaparecían en la pérdida de importancia de la mirada del poeta cansado de mirar. No se satisfacía en nada. Esas miradas no lo calmaban, no representaban ninguna alegría, ni vitalidad, ni compañía. Por el contrario, su estado emocional se trasladaba hacia una terrible sensación de soledad, de abismo, de caída inevitable en las arenas movedizas de un desasosiego fatal. Llegaba al fin, a las intensas penumbras donde todos los pensamientos del orden y de la normalidad social convenida eran destrozados y abandonados sin escrúpulos. Era el lugar, o el momento, donde se convertía en un potencial asesino de la tristeza. Lo había pensado muy bien, lo había planificando, caerle a balazos y desangrar la tristeza hasta lograr su muerte. Y aquella tarde gris, más gris y más fría que nunca, se preguntaba ¿Cómo matar la tristeza sin daños colaterales?. No buscó más opciones, ni siquiera pensó en el psiquiatra. Era un hombre decidido a matar su tristeza. Colocó la pistola en su boca. La introdujo, hasta llegar con su punta, muy cerca de la garganta. Apretó el gatillo, y la bala no estalló. Aún así, probó el vértigo, la adrenalina, la sórdida y nerviosa sensación triunfal de presenciar el momento previo del final planificado y construido con sus propias manos. Pero ese no era su día. No era su hora de morir. Y llegó el día siguiente y trajo su noche inexorable con su laberinto infinito. Baltasar repitió el ritual: la pistola, la boca, la garganta, una noche más larga, más lóbrega; y al final, un disparo perfecto.
Por Gregorio Riveros.
Pampanito / Venezuela.

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