jueves, enero 07, 2021

EL SOL PERDIDO Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 290

  Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?

EL SOL PERDIDO Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 290


  Y un buen día Adalberto desapareció. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Adalberto pensó que algún acontecimiento en su vida lograría, en algún momento, cambiarlo todo: desde el color de los zapatos que usaba hasta el traje, la camisa y la corbata. Inclusive mutaría la soltería heredada por un estado civil con el cual compartiría, junto a una mujer, momentos que él creería inolvidables. Y si el destino lo propusiera, llegarían a tener hijos que comprenderían el mensaje de sus padres hasta caminar solos por el sendero de la vida. Cerró su carpeta guardándola con sumo cuidado dentro de su portafolios de cuero. El resto de sus compañeros, en la empresa de seguros donde trabajaba, ya no usaba agendas de papel, carpetas y maletines: todos circulaban con sus teléfonos inteligentes, aquellos aparatos que, ya en la década de los ochenta, un artículo en el Reader’s Digest predecía que, en un futuro no tan lejano, los teléfonos controlarían la temperatura ambiente de la casa, encenderían la máquina lavadora y enviarían y recibirían mensajes. Pero claro, Adalberto no estaba interesado en esa tecnología, la consideraba algo muy impersonal y hasta peligrosa, porque sabía muy bien que alguien podría estar fisgoneando la vida íntima de cualquier persona y robar todos los datos que quisiere. Por eso mejor el papel, sin dudas. Una tarde de domingo Adalberto intuyó que se produciría el acontecimiento que lograría el cambio, cuando vio que, en el cine del barrio, repondrían una vieja película en blanco y negro. De inmediato, compró una entrada minutos antes de comenzar la función. Adalberto pudo disfrutar de varias escenas filmadas en exteriores y admirar la iluminación que brindaba el sol en el momento del rodaje, y cómo los actores parecían disfrutar de un sol perdido en el tiempo. Sintió alegría y, a la vez, pena porque ese sol ya no existía más, aunque había quedado atrapado en el celuloide y brillaría siempre que se lo proyectara. Adalberto quedó tan maravillado que a la noche le costó dormir. Al día siguiente, en su trabajo, sus compañeros lo notaban algo extraño, como ajeno al momento: lo veían quedar pensativo, revolver sus papeles sin aplicar interés alguno en todos sus movimientos. De a ratos se detenía, dejando que su mirada se perdiera en un punto infinito difícil de encontrar. Lo que sus compañeros ignoraban era que Adalberto estaba tratando de imaginar alguna acción como para poder retornar al sol perdido. Para esto tuvo que esperar a cobrar la mensualidad porque, para llevar a cabo la idea que había desarrollado, con seguridad le demandaría gastar algo de dinero. Aprovechó su horario de almuerzo para pasar por el cine donde había visto la película. A esa hora estaba cerrado, pero adivinó que el dueño se encontraría dentro, a la espera de poder abrir las puertas para la siguiente función. Sentado frente a un escritorio de caoba, donde una lámina de vidrio conservaba una importante cantidad de fotos de artistas de cine y teatro, Adalberto explicó al hombre obeso cuál era su idea: necesitaba alquilar el cine para él solo, y que se proyectara la vieja película en blanco y negro. El dueño no puso objeción, tendría que hablar con el operador y combinar con él para que llegara antes del comienzo de la función. Cerrado el trato –acuerdo que le costó a Adalberto más de la mitad de su sueldo- convinieron en que el día miércoles sería ideal, por tratarse de la última vez que proyectarían la película. Adalberto brillaba de gozo: respiraría el mismo aire que habían inhalado los actores y se bañaría con los mismos rayos resplandecientes de sol de esos días y de ésa época. Sus compañeros de trabajo notaron a un Adalberto distinto, casi emulando a un chico con su juguete nuevo. Sin embargo logró disimular la verdadera causa de su felicidad o, por lo menos, no brindar demasiados detalles. Cuando llegó el miércoles Adalberto dijo que saldría a visitar a un cliente y que, tal vez, no regresaría. Tomó su maletín y salió. Le pareció mentira estar frente a la puerta del cine y creerlo todo sólo para él. Acompañó al viejo operador quien lo ubicó en la sala completamente vacía, mientras él subía a poner en marcha el proyector. Adalberto se sentó en una butaca de la última fila para poder contemplar la pantalla perlada en todo su esplendor. La película empezó a rodar mostrando los actores en escenas exteriores bañadas de puro sol. La ansiedad se reflejaba en el rostro de Adalberto y fue tanta su necesidad de estar más en contacto con esa realidad que no pudo evitar ponerse de pie, correr por el pasillo de la sala, subirse al escenario y quedar pegado a la pantalla, con los brazos extendidos, como deseando formar parte del cuadro. Para sentir más aún los rayos de sol, volvió su cara hacia el proyector, quedando enceguecido por la luz recibida. Oía las voces de los actores, la música que acompañaba la escena y todo el entorno de un barrio ya perdido, con su sol y todo, que parecía estar recuperándose con el paso de cada fotograma. No supo cuánto tiempo permaneció así, en un determinado momento abrió sus ojos y se encontró tendido en el escenario, con las luces de la sala encendidas y el operador que le avisaba que la película ya había terminado. Adalberto le dio las gracias, abandonando el cine, llena su cabeza de recuerdos. Había sido capaz de vivir una fantasía hecha realidad; había logrado, por unos momentos, revivir en una época donde el sol brillaba más fuerte y sano, y esto lograba que su andar, por la calle, resultara algo errático, porque no reconocía los modelos de los autos que pasaban o el vestuario de la gente con quien se cruzaba. Al llegar a su casa y dejar el portafolios sobre la mesa, los recuerdos continuaron deambulando sobre la oscura superficie de una taza de café, y fue al instante cuando recordó a Elina, con quien había tenido un gran romance y de quien nunca más supo. Elina… hacía años que no la veía, pero Adalberto la recordaba ahora, motivado por el cine, evocando cuando los dos iban a ver películas en continuado hasta la noche. Estaba seguro que, si la llamaba, aceptaría una invitación a tomar algo o cenar, y así podría charlar de muchas cosas; y él le contaría la experiencia que tuvo con el sol perdido. Buscó sus viejas agendas, Adalberto nunca tiró algún número de teléfono, siempre había sido cuidadoso y meticuloso en ese sentido. Recorriendo amarillentas páginas encontró el número de Elina, ya presto sus dedos comenzaron a marcar. Opacado por la impaciencia cortó y volvió a marcar; parecía no soportar el largo timbre de llamada que se escuchaba del otro lado de la línea. Cuando la espera pareció eterna, una voz de hombre atendió. Adalberto preguntó por Elina sólo para recibir, como respuesta, una serie de sollozos. Quien había atendido el llamado dijo ser su esposo, y que Elina había fallecido hacía 35 años. Adalberto experimentó un duro golpe emocional, al escuchar esto; no quiso dar más detalles y cortó. Terminó su taza de café; las imágenes de lo vivido con Elina se agrupaban y danzaban como dentro de un caleidoscopio. Como si hubiese sido necesario tener que beber la última gota para ayudar a que un nuevo rostro apareciera en su memoria, Celia arribó a su plano consciente. Celia, quien fuera su amor no correspondido. Hubiera cabido la esperanza de que Celia terminase aceptando a Adalberto como pareja oficial, si éste hubiese insistido uno o dos años más en el envío de ramos de rosas y otros regalos caros para su cumpleaños. Pero no fue así, y ahora Adalberto comenzó a lamentar no haberlo hecho. Recorrió las páginas de su agenda y encontró el teléfono de Celia. Habían pasado los años, nunca más se dirigieron la palabra, pero ahora sería distinto, porque Adalberto estaba lleno de remembranzas y deseaba transmitírselas a alguien. Y a quién mejor que a Celia? Largos tonos de llamada se escucharon en el parlantito del receptor, hasta que un sonido seco le indicó que alguien había atendido. Otra voz de hombre se dejó escuchar. Adalberto preguntó por Celia, hablando con un nudo en la garganta ante la supuesta respuesta que le pudieran dar. Sin embargo, en esta oportunidad, el desconocido que había atendido empezó a vociferar palabras muy feas e hirientes en contra de Celia, culpándola de haberlo abandonado hacía 37 años, sólo porque ella se había enamorado del carnicero de la esquina a tal punto de haber huido juntos, dejando atrás sus respectivas familias. Adalberto quedó con el tubo en la mano, como petrificado, mientras el todavía desdichado esposo seguía maldiciendo a viva voz. Cómo podría Adalberto explicarle a Celia la cantidad de recuerdos que él deseaba compartir, si ella había cerrado sus ojos, oídos y corazón a cualquier frase que despertara algún pequeño atisbo de romanticismo? Colgó el teléfono y el ruido del auricular sobre la horquilla le disparó otro nombre perdido en la memoria: Gabriela. Gabriela fue su último amor, el amor verdadero; ese, el de compartir cosas, reírse de lo mismo, cantar la misma canción, gustar las mismas películas; en fin, lo que se conocería como dos almas gemelas. No pudo imaginar, en ese instante, cuánto tiempo había pasado desde que dejaron de verse. Sería fácil averiguarlo hablando con ella. Buscó su número entre las páginas y ya fue presto a marcar. Largos tonos de llamada casi acabaron con la paciencia de Adalberto, hasta que atendió una voz femenina. Gabriela? Sí, era ella! Destellos de felicidad en el rostro de Adalberto. Deseaba verla, charlar un poco. Se podrían encontrar. Sí, en la confitería de siempre. Se citaron para el viernes a la tarde. Justo Adalberto tenía que visitar dos clientes, pero los llamaría para pasarlos a otra fecha, era más importante encontrarse con Gabriela. Cuando llegó el viernes, sus compañeros lo vieron salir de la empresa antes de hora, y llevaba apuro, no era para menos. Adalberto llegó a la confitería, ubicándose en una mesa donde pudiera observar la puerta. Qué emoción poder ver de nuevo a Gabriela! Le hablaría de las tardes de sol que habían pasado juntos, en otro tiempo, otra ciudad, otra vida. Cuando su reloj le indicó que habían transcurrido 40 minutos de la hora acordada, Adalberto pensó que todo había sido un sueño, hasta que el roce con la realidad le confirmó que no había sido así. Vio entrar a la confitería un hombre alto, algo encorvado, empujando una silla de ruedas. En ella estaba sentada una mujer muy anciana, dobladita, agachadita sobre sí misma como si hubiese perdido una moneda caída en el piso. La pareja se acomodó en una mesa. Adalberto quedó sin habla, podía reconocer, a pesar del rostro apergaminado, a su Gabriela, debajo de un montón de años. Sus piernas comenzaron a temblar, al igual que su labio inferior. Sus manos sudorosas registraron los bolsillos de su saco hasta dar con un par de billetes que dejó sobre la mesa. Las piernas de Adalberto apenas pudieron aguantar el peso de su cuerpo, cuando se puso de pie. Con paso firme, decidido, enfiló hacia la puerta de calle: al pasar al lado de la mesa de Gabriela, evitó dar una última mirada. Gabriela. Su Gabriela había quedado atrás, sembrada de recuerdos. No podría compartir los soles perdidos con ella. Adalberto deambuló por unas cuadras con la vista perdida; en su portafolios llevaba varias planillas, pero parecía que, esta vez, en lugar de clientes sólo allí figuraban imágenes, sonidos, olores de infancia; el trompo que le habían regalado cuando era chiquito, y tantas otras cosas que prefirió no traer al presente. Sus pasos lo llevaron hasta la puerta del cine, siendo en ese momento cuando el rostro de Adalberto volvió a iluminarse. Entró y preguntó por el operador; le dijeron que ahora no lo podría ver porque estaba pasando una película. Adalberto comentó que no había problema, que él sabía dónde encontrarlo. Comenzó a correr escalera arriba, seguido por un acomodador que le gritaba que no subiera. Adalberto llegó a la cabina de proyección y le pidió al operador que volviera a pasar la película, cosa que era imposible porque ya la habían devuelto. El acomodador acompañó a Adalberto y se aseguró que saliera. Adalberto quedó sentado en los escalones de entrada del cine. Abrió su portafolios, sacó un pedazo de papel e hizo una anotación. Ese día fue la última vez que sus compañeros lo vieron. Su desaparición aún permanece en el misterio. La única pista que podría resultar sería una nota que encontraron en el interior de su maletín, generosamente devuelto a la compañía por el dueño del cine, y que rezaba: “Salí a buscar un sol, vuelvo enseguida”.
Marcelo Pérez

5/Enero/2021 


PF 23  3  290

* http://paginantes.blogspot.com/2021/01/el-sol-perdido-marcelo-perez-grupo.html


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1 comentario:

Albada Dos dijo...

Ese sueño de tener el cine para él solo. Qué viaje a los recuerdos, a otros tiempos, con el amor al lado.

Un abrazo, y feliz día