domingo, octubre 31, 2021

UN TAL DIEGO Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 358

  Si los que caminan son caminantes, si los que recorren los ríos y los mares son navegantes ¿Por qué quienes viajan por las páginas no habrían de ser Paginantes?
UN TAL DIEGO Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 358



Preguntó, en otro de los departamentos que figuraban en el tablero electrónico, por un tal Diego, pero lo máximo que pudo recibir como respuesta fue que ese tal Diego ahí no vivía. Recién al quinto o sexto intento, llamando a otros pisos, un alma caritativa, de esas que donaban muebles o copas, bandejas antiguas cada tanto, se compadeció y le indicó en qué piso y en cuál departamento vivía ese tal Diego. Aunque Lucio ya lo sabía, porque lo llevaba anotado en un papel, pero como estuvo tanto tiempo tocando timbre en su departamento y nadie respondiera a su llamado, perdió la paciencia, empezando a tocar en otros pisos. Lo habitual en esos casos siempre era pedir disculpas, y fue lo que hizo Lucio. Su auto quedó esperando estacionado junto a la vereda, con la ventanilla de atrás abierta para que Rufo, su perro, se asomara a lamer el aire fresco. Si no fuera por la pérdida de tiempo que significaría hacerlo, sería divertido tocar los otros timbres, donde a cada uno que le sonara debiera suspender sus tareas habituales para responder. Había, por ejemplo, una mujer que estaba cocinando, y por el solo hecho de tener que atender el llamado se le quemó lo que estaba haciendo. Había un hombre que era sastre, y cuando sonó el timbre se pinchó un dedo con la aguja con la cual cosía la manga de una chaqueta. Había una pareja joven que estaba teniendo sexo, y en el instante justo en que sonó el timbre el muchacho estuvo por eyacular y se le cortó la salida de su néctar. Así hubo otros casos, algunos similares, otros estrambóticos que no da para mencionar. Rufo lanzó un par de ladridos, indicándole a su dueño que se diera prisa porque dentro del auto hacía bastante calor. Lucio volvió a tocar timbre, pero esta vez en el departamento correcto, obteniendo el silencio como respuesta. Fue ahí cuando recordó que tenía su celular y que podría llamarlo para avisarle que ya estaba. Al cabo de unas ocho o nueve repeticiones del tono, atendió la voz de un hombre que dijo llamarse Diego, y detrás de su voz se dejaba escuchar el ruido de una cascada de agua. Resultó que el tal Diego no había oído el timbre porque se estaba bañando, y que si lo esperaba unos minutos bajaría a atenderlo. Lucio aprovechó el tiempo para liberar del auto a Rufo, así podría estirar un poco las patas. Los minutos que pidió el tal Diego fueron varios y largos, hasta que volvió a sonar el celular de Lucio para avisarle que bajaría en contados segundos. Lucio hizo subir al auto a su perro y esperó pacientemente a que el tal Diego hiciera aparición. Cuando, por fin, se decidió a bajar, Lucio vio a un tipo alto, de cabello canoso cortito, vistiendo sencillamente. Se disculpó, pero justo había entrado en la ducha y calculó mal el tiempo desde que Lucio lo llamara para avisarle que pasaría en veinte minutos. No tuvo más remedio que dejar a Rufo en el auto porque el tal Diego le pidió que subiera a su departamento, que ya tenía lista la camisa que había comprado. Eso de haber adquirido una camisa por internet sonaba medio curioso, pero era ya costumbre, y Lucio había puesto toda su fe en que la camisa que compraría sería única. Por algo no había concurrido a una camisería o tienda del buen vestir. La camisa que ofrecía Diego, por las redes sociales, era de tela rústica, la que Analía le había pedido a Lucio. Y él estaba para cumplir todos los deseos de su querida novia. El departamento de Diego era el colmo del desorden: por todos lados se veían cajas de cartón apiladas, algunas ya embaladas y listas para llevar. Diego se excusó pero estaba preparando todo porque se iba para España, allá tendría muy buena oportunidad de trabajo fabricando camisas. Mientras Diego buscaba la que había comprado Lucio, éste tuvo tiempo de observar a su alrededor y ver, sobre una pared, una camisa enmarcada como si fuera un cuadro. Diego notó la curiosidad de su cliente y se adelantó a explicar que esa había sido su primera camisa. Ya llevaba casi 20 años ahí, protegida por un vidrio. La había hecho con el sudario de su abuelo, quien ya no lo iría a necesitar más porque fue cremado. La tela era de una calidad extraordinaria, ya no se hacían sudarios como antes. Terminó de decir esto mostrando la camisa que había adquirido Lucio. Diego explicó que tenía mucha demanda. En Ibiza se las sacarían de las manos, porque mucha juventud iría a las fiestas y los bailes llevando puestas camisas de mortajas. Tendría que ver, una vez estando allá, cómo serían los trámites para recolectar sudarios en desuso. Claro que, si el sudario hubiese permanecido en un ataúd durante varios años bajo tierra, las probabilidades que la tela aguantara la humedad y los gusanos sería poca, degradándose la calidad. Pero Diego estaba seguro que, hablando con las autoridades forenses o de las casas de sepelios, le permitirían hacerse de una buena cantidad de sudarios como para tener buen stock. Lucio tenía en sus manos la camisa que había comprado, y se quedaba mirándola como tratando de adivinar a quién habría pertenecido. De nuevo Diego se adelantó explicando que, como sabía que era para regalársela a su novia, la había hecho con la mortaja de una chica de 19 años fallecida. ¡Hasta en esos detalles Diego se fijaba a la hora de complacer a sus clientes! Lucio podía sentirse orgulloso del material que tenía en sus manos, aunque, al tacto, se le representara en su mente la imagen de quien la vistiera por última vez. Lucio no lo podía creer, y era la camisa que estaba publicada a la venta en las redes sociales. Y en ningún momento aclaraba de dónde provenía la tela. Sólo decía “tela rústica de la India”. ¡Cuántos incautos habrían caído al comprar prendas similares! Ese tal Diego confeccionaba todas sus prendas con despojos. Y pretendía viajar a Ibiza porque, según él, le sacarían la mercadería de las manos en cuanto bajara del avión y comenzara a ofrecerlas. Diego quedó inmóvil con su mirada en el techo, esperando que Lucio aceptara la camisa y se fuera. Lo que, en realidad, le ocurría a Diego era que, por un momento, pasó por su imaginación un club bailable repleto de gente, en Ibiza, todos moviéndose al compás de la música electrónica y todos usando sus camisas de mortajas. ¡Qué espectáculo alucinante! Ya se veía a sí mismo, compartiendo unos tragos con el dueño del lugar, sentados cómodamente en el sector VIP, mirando toda la multitud que saltaba frenética, consumiendo, gastando sus miserables sueldos en una entrada y varias rondas alcohólicas. Lucio preguntó, así, por preguntar, si él pudiera comprarle la camisa del abuelo, a cuánto se la vendería. Pensándolo unos minutos Diego explicó que no sería probable que la ofreciera; primeramente porque era un recuerdo de familia. Y en segundo lugar, si la llegase a quitar del marco, al contacto con el aire, se desintegraría, siendo una pena que se perdiera para siempre el hecho de poder contemplarla así, intacta, en toda su integridad. El estómago de Lucio había aguantado bastante para no tener que reaccionar ante todo lo que había visto y escuchado, más lo que pudiera imaginar. Agradeció al tal Diego, guardó la camisa en su mochila y salió del edificio. Al subir al auto Rufo le preguntó, en su idioma gestual, por qué se había demorado tanto. Lucio quedó meditando un instante, con las llaves del auto en la mano. Decidido a hacer algo, dio marcha para dejar a Rufo en casa y volver a salir. En la comisaría lo tuvieron esperando dos horas, sentado en el hall, antes de atenderlo. Cuando por fin se decidieron, un sargento le ofreció que le comentara cuál era la denuncia que deseaba hacer. Lucio le explicó que había conocido a un tal Diego a quien le había comprado una camisa por internet y el problema era que ese tipo fabricaba camisas con tela de sudarios usados. El sargento creyó que Lucio hablaba en otro idioma, porque nada entendió de lo que dijo. Como Lucio se diera cuenta que, a su vez, el policía no había comprendido, abrió su mochila para mostrarle la camisa. En ese mismo instante de meter sus manos, sólo pudo sacar puñados de fina harina, el triste resultado del sudario habiendo tomado contacto con el aire. Lo que demostraba que esa mortaja era genuinamente auténtica. Lucio trató de explicar al policía que ese fino polvo blanco había sido la camisa que le había comprado al tal Diego, y que en su departamento había más muestras de lo que le decía, y que mandaran una patrulla a investigar. El sargento, antes de responder, pensó unos segundos, y comentó que eso sólo lo podría hacer mediante la orden de un juez, y que ésta tardaría entre 4 o 5 días en llegar y poder actuar. Lucio estimó que, durante ese tiempo, ya Diego habría salido del país, y la denuncia en contra de él hubiese caído en saco roto. Agradeció al sargento, volvería si supiera algo más. Lucio quedó pensativo, en la calle, decidiendo qué podría o debería hacer. Por lo pronto, ir a hablar con ese tal Diego para pedirle que le devolviera el dinero, porque la camisa que le había comprado se había desmaterializado, volatilizado en el aire. Sí, en principio eso debería hacer. Sería lo que haría cualquier ciudadano normal al sentirse estafado. Porque eso era lo que había hecho, una estafa. Subió a su auto y partió raudo a la casa de Diego. Esta vez no le fue necesario tocar en el tablero la totalidad de los pisos y los departamentos, porque el tal Diego ya se habría terminado de bañar y lo podría atender enseguida. Largos minutos aguardando respuesta impacientaron a Lucio, que comenzó a tocar todos los timbres. A algunos, el sonido de cada correspondiente campanilla los sorprendió llevándose a la boca algún trozo de comida que les había sobrado de la noche anterior; otros, como el caso del sastre, volvió a pincharse el dedo y esta vez le salió algo de sangre; la parejita que estaba haciendo el amor se vio interrumpida en lo mejor del acto. Hasta que la viejita del 7º “C” hizo sonar la chicharra para que Lucio abriera la puerta y entrara, tal vez porque estaría esperando a su nieto que regresara de trabajar y sin mediar palabra o ver si realmente fuera él, le abrió y listo. Lucio llegó ante la puerta del departamento del tal Diego; tocó timbre varias veces y hasta golpeó con sus nudillos. En esto estaba cuando la puerta se abrió. El departamento estaba a oscuras. Lucio tanteó la pared y encontró el interruptor de la luz. Pero ya no estaba el tal Diego, ni las cajas de cartón ni los muebles. Nada. Una vecina se asomó, curiosa, porque vio luz. Preguntó a quién buscaba. De forma inocente, Lucio dijo que a un tal Diego. La vecina hizo un gesto con la mano, afirmando que Diego hacía como dos meses que se había ido a vivir a España; a Ibiza, más concretamente. Lucio agradeció a la mujer. Antes de salir, vio la pared donde había estado la camisa enmarcada. Abajo, en el zócalo, había quedado un montoncito de polvo blanco, como harina. Hasta la camisa del abuelo se había llevado.
Marcelo Pérez
29 de Octubre de 2021




PP 22 3 358


* http://paginantes.blogspot.com/2021/10/un-tal-diego-marcelo-perez-grupo.html


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