Me pasó protagonizar hace unos días un suceso que no puedo definir de otra manera que con la palabra que elegí para título de esta nota. Quedé luego suspendido en un estado de confusión y tristeza. En tanto que en la vida todo es subjetivo, tal vez no pueda ni transmitir ni justificar ese estado. Ya que, aunque los escritores soñamos otra cosa, es extraordinariamente difícil transmitir con palabras (y para colmo escritas) un sentimiento.
El caso fue el siguiente. Viajaba yo en un medio de transporte y veo a una chica de unos 20 años siendo alevosamente abusada por un hombre que tendría unos 15 años más que ella. Se la veía molesta, angustiada, sin animarse a actuar por timidez o simplemente con miedo.
Intervine para defenderla y la respuesta (de la chica) fue que no me metiera en lo que no me importaba y que en todo caso la víctima era ella. Todo ante la indiferencia total de todos los que allí viajaban.
Interrumpí mi intervención porque no iba a pelear con una víctima que, aparte, padecía (según concluí superficialmente) Síndrome de Estocolmo.
Sin embargo, el hombre en cuestión: sea porque no creyó que yo dejaba de intervenir, sea porque se creó (tal vez para su entender) un tumulto que lo ponía en peligro; pidió permiso apurado y se bajó en la siguiente parada.
Apenas bajó, la chica se acercó significativamente a mi oído y susurró "gracias, pero estos tipos pueden ser peligrosos". Y entendí la magnitud del momento: yo la cuidaba a ella y ella me cuidaba a mí. Lo cual me llevó a pensar en varias cosas, todos pensamientos envueltos en una niebla de pesimismo. ¿Está en peligro el que defiende el bien? ¿Las mujeres se ven obligadas a aceptar cualquier cosa? ¿Nadie la defendía porque tenían miedo? ¿Debemos aceptar que la mandad gane en el mundo?
Unos segundos me debatí en mis pensamientos hasta que decidí que no NO DEBEMOS PERMITIR QUE LA MALDAD GANE EN EL MUNDO por eso escribo esta nota.
Desde el alma
LUIS ALBERTO BATTAGLIA
8/12/2017
BIENVENIDO A LAS METROLETRAS
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