viernes, abril 17, 2020

COMO SIN ESPINAS Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 101




COMO SIN ESPINAS
(Cuento) por Marcelo Pérez

El gato es la araña de los animales, es un ser erizado de sensaciones; no conoce los límites de las cosas, a menos que se los impongan; pero es difícil que un gato se subordine a ellas: por sus propios medios se redime y maúlla de placer y de venganza, al lograrlo. Agarré a la nena y la senté sobre mis rodillas. Le dije que no jugara más a esos juegos que había inventado, y menos, que se los enseñara a su amiguita. Después hablaría con su madre. A veces me parecía como si los humanos nos correspondiéramos mentalmente: yo sé muchas cosas que él ignora, y él conoce bastantes otras que yo nunca sabría que existieran. Cuando la vi por primera vez, lo que más me impactó de ella fueron sus manos: grandes, fuertes; una mujer que había dejado de ser niña en un ambiente lo necesariamente estéril como para intentar ninguna otra cosa. Se llamaba Andrea. Su padre le había enseñado de todo, menos cómo caminar, porque él había sufrido un accidente, perdiendo ambas piernas. Se zarandeaba gracias a dos piernas mecánicas y muletas; su tesón para con la vicisitud que el Destino le había deparado era enorme, profundo: todas las mañanas se levantaba a las siete, se vestía, se colocaba un pulóver de lana fina y salía a pasear por el parque, al lado del lago. El viento era una máquina: golpeaba, hería como una mano embadurnada de pintura: trepaba por las araucarias, las deshojaba y hasta no desnudarlas y contemplar sus esqueletos, no cesaba su furia destructiva; después, también estaban las ramitas que caían de los nidos o de las propias ramas madres, golpeando al incauto paseante. Más de una vez regresó a su casa con algún raspón en el rostro, debido a la caricia notoria del otoño. Podía considerarse dichoso: tenía una esposa y una hija que de él cuidaban cada vez que lo veían llegar en ese estado; tomaban sus muletas, las apartaban. Sobre un mueble había una palangana de loza llena de agua y un paño. El quedaba sentado: sus piernas artificiales que se doblaban y articulaban como calibradas recién; una mirada que lo decía todo, mientras Andrea limpiaba sus heridas. Cuando lo conocí me pareció como si ya lo hubiera visto en otro sitio; esa extraña sensación que a cualquiera embargaba al encontrarse por vez primera con un desconocido. Comencé a pensar en mis particulares vidas anteriores. Fue algo especial. No quise ver sus piernas, sabía ya por Andrea que había tenido un accidente. Me senté a la mesa y él me convidó con una sonrisa. Mientras Andrea terminaba de secar la cocina hablamos poco; nos dirigimos miradas profundas, penetrantes, y supimos que, de alguna manera, ya lo sabíamos todo acerca de nosotros mismos. En ese entonces fue cuando pensé acerca de lo que cada uno imaginara; por ejemplo, yo ignoraba acerca de su accidente, cómo habría sido, por qué. El no sabía –o quizás sí, pero de eso no hablaba- cómo había conocido yo a Andrea, o si yo era su novio o, simplemente, un paseante, como los del parque. Cuando una taza de café llegó a sus labios aclaró su voz y me contó que había trabajado en el ferrocarril y que un empalme le había atrapado los pies siendo una gangrena increíble la que le había llevado las piernas. Me quedé quieto, como si a mí también me hubieran atrapado, y alcé las cejas. Le confesé que Andrea era mi compañera en el colegio, y nos llevábamos muy bien. Clavó sus ojos en los míos, como preguntándome si ya nos habíamos acostado juntos, luego perdió esa misma mirada en su café, al recibir de parte de mi respuesta negativa. Conocí a la madre de Andrea, una mujer delgada, alta, de cabello rubio corto; apenas abandonaba su cuarto de costura para decir dos o tres palabras, para informar que la comida ya estaba lista pero que la perdonásemos porque en esa oportunidad tampoco podría acompañarnos a la mesa debido a que tenía que terminar el vestido para Doña Juanita, y que por favor, si necesitáramos algo, que se lo pidiéramos, que para ella no sería una molestia dejar su costura y volver a la cocina. En silencio, los tenedores se entrechocaban reflejando en sus metálicos cuerpos una imagen de mujer, arqueada sobre la tela mil veces penetrada por alguna aguja. Andrea; el silencio, ente que iba de mano en mano, de boca en boca y de mirada en gesto, y cuántas veces pedía permiso, me levantaba de la mesa y me encerraba en el cuarto de baño, allí donde no se pudiera escuchar los ruiditos de las articulaciones de las piernas de su padre, o la máquina de coser que corría detrás de una puerta entornada. Andrea, cómo me hubiera agradado haber tenido la oportunidad de hallar a tu madre compartiendo la mesa; no sé, hubiéramos podido charlar de cualquier cosa, o hasta me hubiera atrevido a preguntarle acerca de su soledad… porque ella cosía y tosía mucho, sabés? La reverberación de la lámpara le pegaba en la espalda y de espaldas no parecía un ser humano; la cabeza se transformaba, quedaba oculta por sus hombros levantados, una mano armada de aguja e hilo brotaba y penetraba delante de su cuerpo, en intento único por emular a la máquina o desear hacer el mismo trabajo pero sin ruido. Tampoco tu padre deseaba desarticular el silencio: asentía con la cabeza, hablaba con un esbozo en los labios, con un matiz de mueca, y lo único que se permitía era, de cuando en vez, acomodarse las piernas. Veía a Andrea tratar de disimularlo todo, arreglándose el moño de la corbata del uniforme del colegio, alisando su cabello castaño, bebiendo un trago de soda. Y el vestido para Doña Juanita que cada día estaba más bonito y definido; y después siguió el pantalón para Francisca, el tapado para Doña Carmen, no me acuerdo. Llegó un tiempo, invierno, frío, las baldosas del patio cubiertas por una débil película de escarcha. No pude creer ver a tu madre descalza, regando las plantas. La veía sostener una pava con una mano, mientras la otra trataba de sujetarse el chal. Le pregunté si no sentía frío y me dijo que no, que estaba acostumbrada. Posiblemente el frío lo sintiera el doble, ella era el gato: su sentir había traspuesto el umbral máximo de tolerancia, con la espalda flaca, delgada, agachaba la cabeza, escondida tanto para enhebrar la aguja como para regar las plantas, y sólo la descubría temerosa cuando oía el ruido que hacían las piernas de su esposo al llegar; en ese instante, salía del patio y regresaba con unas ojotas puestas. Andrea, todavía no habías llegado. Tu padre se sentó en el sillón, había salido a pasear por el parque, regresó con un perfil arañado por las ramitas. Ella lo vio así, dejó la pava y fue por una palangana y un paño. Las ojotas le molestaban demasiado, desde la cocina ahogó su tos con un repasador. Nos faltaban cinco meses para casarnos, y ya tu madre había comenzado a prepararte dos vestidos: uno para el civil y el otro, el de novia, blanco, tul muy blanco tul -al igual que sus manos pálidas y delgadas- para la iglesia. Imaginate, Andrea, no fue mi deseo que se molestara, ni que terminara de arruinar su espalda por culpa de nosotros, pero ella insistió; mientras tu padre danzaba con sus muletas por el parque, al peligro de los vientos, su aguja no cesaba de traspasar las telas. Varias veces fui a ver si necesitaba algo, tal vez alguna persona que le diera una mano para enhebrar, cargar el hilo en la bobina de la máquina… Cuando lo comenté con tu padre, echó la cabeza sobre el respaldo del sillón, se acomodó las piernas y estiró sus labios, dejándome la suposición de su respuesta; porque él ya sabía que su esposa no se sentía del todo bien, tenía mucha tos, era cierto, pero yo, esa tarde, le tuve que alcanzar un recipiente para que Andrea, cuando regresara, no preguntara quién había manchado con tinta roja el mosaico de la sala de coser. Cada vez que volvía a mí el pensamiento de la correspondencia mental entre los seres humanos, me preguntaba hasta qué punto tu padre abusaba de él. Repetidas veces intenté con mi mirada inquirirle acerca de la salud de su esposa, pero él ya suponía que todo era por mí sabido, siéndole sólo necesario echar su cabeza hacia atrás o ponerse el pulóver y salir a andar por el parque. Tu alegría me alegró cuando viste qué hermosos estaban quedando los vestidos, y tu madre, desde la profundidad de su encierro, te preguntaba si el moño lo querías más arriba o más abajo, y contestabas con una dicha eterna, ignorando que a tu alrededor danzaba la muerte: debajo de los libros, detrás de los retazos y los vestidos a medio terminar que deberían ser terminados para ayer por la tarde, las cajitas con alfileres y la máquina de coser. Por qué nunca hablé de tu madre con Andrea, por qué? Por qué, como viejo avaro, me conformaba el silencio de la mesa, el rostro de tu padre reflejado en la sopa, tus temas rondando siempre en torno a lo mismo?.A tu padre lo llevaron a la iglesia en silla de ruedas, alguien se la había alquilado. Hubo poca gente ese día: tu vestido hubiera merecido la concurrencia hasta los altares; aún recuerdo el ruidito que hacía el roce de su tela contra la seda del alfombrado, un susurro tan familiar… varias oportunidades me di vuelta, mientras el sacerdote hablaba, para ver si no lo provocaba tu padre, con sus piernas; pero no, estaba tieso. Tu madre no podía disimular sus lágrimas, y los toques de color rojo que presentaba el pañuelo que sellaba sus labios. Andrea, creo que tan sólo fuimos felices dos días, después tu madre murió; el rostro confeso de tu padre, volcado en una taza de café, me transmitió la humedad de su cuarto de costuras comenzando a incubar una tuberculosis increíble. Pero tu padre no quedó tan solo: le regalaron la silla de ruedas que usó en la iglesia, y ahora no sale más al parque, se queda sentado en el cuarto de coser, compartiendo el silencio de las tijeras y la máquina. Andrea, a veces, lo vas a ver y le pedís que salga, que vaya al parque, que siempre tendrá una Andrea para limpiarle los arañazos de las ramitas impulsadas por el viento. Yo, cada vez que llego de trabajar y encuentro a las nenas jugando al cementerio con las puertas del mueble del living, no sé, me dan ganas de retarlas. Y ponen flores de papel en las manijas, como si fueran las tapas de los nichos, y repiten: “Acá está la abuela… acá está la abuela…”. Es cuando más quiero hablar con vos, Andrea, pero lo olvido, y me dan ganas de llorar.

Marcelo Pérez
23/Noviembre/1983


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