viernes, abril 24, 2020

LA APUESTA Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 107


LA APUESTA
(Cuento) por Marcelo Pérez

Siempre ocurría que Mauricio necesitaba quedarse sentado en la cama unos largos minutos antes de levantarse. Y quedaba mirando a su pareja, que todavía yacía dormida. El fenómeno acontecía durante las tempranas horas de la mañana. Se levantaba con los gallos, pero él no cantaba tan bien como ellos; se lavaba la cara y tomaba el desayuno. Qué poco sabía acerca de las restantes manifestaciones de la vida! Creía que la pareja, para ser calificada como tal, debía de fundarse sobre la comunión carnal y espiritual de un hombre y una mujer, y que no le vinieran con esos cuentos de que habían casos en los cuales dos hombres o dos mujeres llegaban a éxtasis similares. Mas sus pensamientos se perdían en un hueco etéreo donde los márgenes estaban representados por cosas imprevistas, nunca pensadas con la suficiente antelación como para poder evitar las malas. Javier tenía once años; vivía con su tío y su pareja en una casa prácticamente inhabitable: la vivienda constaba de un patiecito, cocina, baño y una única habitación, donde se distribuía una cama matrimonial, la camita de Javier, una cómoda, un antiguo ropero y un televisor a válvulas, y se ubicaba en la parte posterior de un negocio de venta de comestibles, ramo que manejaba casi con perfecto conocimiento su tío Mauricio. Javier, entre juego y juego, debía soportar que la puerta del dormitorio se abriera a cada instante para permitir pasar la figura de su tío, cargando un fajo así de grueso de billetes de todas las tonalidades, sacando del bolsillo trasero de sus pantalones una llave tan amplia como su mano y abriendo la caja fuerte que estaba empotrada en la pared, al lado del televisor. Su tío era un hombre sin hombría, una marioneta sin hilos, algo que transcurría por el mundo de los vivos sin experimentar mutaciones concretamente diferenciables las unas de las otras. Había dejado a su mujer cambiándola por Diana, una gorda infame que entorpecía todos sus actos, incluso el de pensar, si fuera que alguna vez lo hiciera. Tal vez el único apetito existencial de ella se viera satisfecho con las obsesivas ansias de contemplar cómo la caja abultaba más y más su contenido ante cada nuevo cargamento de billetes. Diana era grasienta en todo sentido; más de una vez Javier la descubría usando el teléfono del almacén, hablando en voz muy baja cuando cerraba durante la siesta o cuando Mauricio se ausentaba aprovechando la ocasión para hablar con sus amigas o algún amante que tuviera. Y mientras hablaba manchaba el tubo del teléfono con el carmín de sus labios, su boca lanzando miguitas de pan que caían en el mostrador; o también, si conversaba con alguien que le satisficiera sexualmente, se pasaba la mano libre entre las piernas, gozando un orgasmo imaginado. Mauricio gustaba ataviarse con ropas burdas, la mayoría de ellas de vistosos colores; zapatos de lona, pantalones de hilo, pero lo suficiente resistentes como para poder soportar que de su bolsillo partiera la cadena, larga, extensa, culminando en el manojo de llaves y la llave de la caja fuerte. Joaquín debía soportarlo todo, aún teniendo once años; uno a veces no sabía, la falta de sus padres, la soledad de la terraza las calcinantes tardes de verano, el alquitrán que se pegaba a la goma de las zapatillas y que después había que quitarlo con un cuchillo, y los clavos de las chapas del techo que hacían ruido cuando andaba sobre ellas y que su tío le decía que no caminara o que no corriera por ahí. La terraza era un mundo para Joaquín, era la libertad que abajo no la disfrutaba. Una vez había tenido un perro grande, y al perro le gustaba orinar en las chapas. Se iba hasta arriba de todo, allí donde comenzaba la inclinación y hacía lo suyo; era cuando Joaquín se ponía a ver cómo bajaba el líquido amarillento por alguna de las tantas canaletas o ensamblados y mojaba la terraza. Después, su tío volvía a retarlo porque había hecho ruido con las chapas, y no quería escuchar de su sobrino las aclaraciones y menos, saber que, en realidad, había sido el perro. Porque su tío no sentía amor por los perros. Quizás nada le interesara excepto abrir la puerta de la habitación, sin importarle si uno estuviera desnudo o no, y hacer ruido con las llaves y la caja fuerte.Y Joaquín conocía el exquisito sonido que provocaban los papeles rectangulares de billetes al rozarse. Los días de lluvia el fenómeno se repetía: la gente perezosa, pegajosa en los colectivos y mangos de paraguas que se enganchaban en las cintas de las carteras o en los dobleces de los portafolios de los caballeros. Cómo sería posible controlarlo? El no lo sabía. Joaquín pensaba en el aroma a adoquines, flores frescas y agua con soda perfumándole. Esa mañana, al apagar la radio, pudo apreciar que, afuera, en el patio, el repiqueteo de las gotas contra la baldosa le informó del tiempo malo: otra vez la lluvia y sus cosas. Mauricio se había levantado un poco tarde, llovía, ya eran las diez de la mañana, y recordaba que se había prometido a sí mismo, la noche anterior, levantarse al día siguiente a las seis, como de costumbre, y así empezar a ordenar el negocio antes de que cayeran las chusmas del barrio a comprar sus cosas. Se maldijo por el retraso, pensó que ya todos los demás almacenes, competidores viles, habrían abierto haría rato, y sus dueños, detrás de los mostradores, se estarían regodeando pensando que él todavía no había alzado su cortina metálica. Pensó echarle la culpa a Diana, porque había querido tener sexo durante la noche, y seguramente se habrían dormido a cualquier hora, después. Mientras se afeitó, sacó mentalmente la cuenta de todo lo que ya llevaba perdido, y todo lo que de ganancia estarían disfrutando sus colegas. No tomó el desayuno, fue así como estaba, mitad vestido y mitad desnudo, a abrir su negocio: en ese momento descubrió que un desperfecto había trabado el mecanismo de la persiana metálica. Por todo el barrio se pudo escuchar su bramar y palabras de grueso calibre que escaparon de sus labios. No podía ser! Buscó el teléfono para llamar al técnico, mas cuando levantó el auricular se encontró con otra sorpresa: la lluvia había arruinado los cables, y el aparato estaba mudo. Blasfemando como una bestia creyó oportuno ir al centro a buscar al técnico. Por suerte la puerta que tenía la persiana se podía abrir. Él no sabía reparar motores de persianas, él lo único que sabía era de salchichones, galletas y polvos para hornear, y con esos efímeros materiales nada –excepto preparar alimentos- se podía hacer. En el centro estaba la empresa que había instalado la persiana. Y traer un técnico le saldría dinero. Por eso tuvo que despertar a Joaquín con el ruido de la puerta, al abrirla con la brusquedad con que tanto lo denotaba, a esas tempranas horas. Joaquín emitió un bostezo, dobló su cuerpecillo arqueándolo hasta los rincones más tibios y recónditos de las sábanas y permitió que su tío entrara a la habitación, zamarreara la puerta, sacara de su bolsillo el manojo de llaves con cadena, perdiera quince minutos en buscar la llave correcta, impedido por la semipenumbra que lo rodeaba, embocara el agujero de la cerradura de la caja y abriera, contando allí mismo el dinero que necesitaba. Después, cuando terminó, los ruidos se repitieron, pero a la inversa, y Joaquín volvió a entregarse a sus sueños una vez que su tío se retiró. Diana también se despertó. Joaquín la vio levantarse mas ella no notó que él la estaba observando con los párpados entrecerrados. Diana se quitó el camisón, mostrando unos senos enormes y quedó así, buscando en el ropero qué ponerse. Joaquín cerró los ojos, ya había visto suficiente. Cuando Mauricio salió, la calle fue capaz de recibirlo con tormenta; contrajo su cuerpo, tapó con el cuello de su camisa sus mejillas hasta las orejas y se dirigió a la parada del colectivo. Por fortuna, la pequeña puerta de la cortina metálica no se había trabado, así pudo continuar maldiciendo –pero esa vez del lado de afuera- cuando pasó por el comercio de su rival y vio que las ancianas damas del barrio le entraban a hacer sus mandados, parloteando en voz muy baja los por qués de no haber abierto aún la despensa Mauricio, y ya habían algunas que vaticinaban un duelo. En la parada del colectivo, tres personas ocultas bajo sendos paraguas. Se ubicó detrás de un sujeto alto, vistiendo traje azul a casi imperceptibles rayas grises. Era un hombre que rozaba la treintena de años y lo más notable y curioso en él era que su cabeza estaba coronada por una peluca corta, bien peinada, de esas que parecían construidas por hebras de paja. Pudo apreciar que, debajo de ella, donde se topaba con el cuello de su camisa, en la nuca, dejaba una rendija de respiración, un paso donde el aire se filtraba y bendecía el cuero cabelludo con vaporosas emanaciones. La peluca, además, podría muy fácilmente ser desprendida con un simple tirón de cualquiera de sus mechones. Pensó también que, con seguridad, le provocara una tremenda comezón, con sus pajas pinchándole la piel, porque el hombre se balanceaba denotando cierto nerviosismo: la acucia por salir de su estática posición, allí, bajo la lluvia. El colectivo tardó algunos minutos más en llegar, pronto se vio comprimido en la multitud interna. A lo lejos, al fondo del coche, divisó a dos mujeres que se habían quedado pegadas. La lluvia lo podía todo; todavía caía cuando penetró en el submundo del colectivo; enganchó sus prendas, se pegó con dos hombres y un niño, se trastabilló con otros portafolios que habían dejado obstaculizando el pasillo y le gritó a un muchacho por haberle manoteado la cabeza, en un intento por haberse querido aferrar con urgencia del pasamanos, ante una frenada brusca. Fue en ese preciso instante, no antes, no después, cuando Andrés lo reconoció: Mauricio no habría podido hacer otro tanto con su persona, dado que no le interesaban las amistades que su sobrino tuviera: solamente se debía a su trabajo, en su despensa; el viaje al centro lo estaba haciendo obligado, ya que el desperfecto de su persiana así se lo había impuesto. Andrés había sido muy amigo de los papás de Joaquín, y cuando ellos murieron en un desafortunado accidente automovilístico, siempre deseó hacerse cargo de él, mas la presencia de Diana lo había complicado todo, aduciendo que, si Andrés insistiera, se verían obligados a poner un abogado. Sí, no había duda, Mauricio, de escaso y entrecano cabello ralo, sudoroso, algo mojado, vistiendo muy palurdamente, era el tío de Joaquín, de su amiguito Joaquín; esa era la infesta persona que debía ver y oír cuando iba en busca de más dinero, o llevaba gruesos fajos a la caja fuerte empotrada en la pared. Esa era la alimaña que alimentaba a Joaquincito con sobras o restos de paquetes ya abiertos antes por sus grasosas manos, previo regurgitados con ansias de buscar con anticipación lo dulce, lo amargo, lo salado, lo vomitivo, o el juguetito que pudiera tener de regalo, dentro. Podía ver su larga cadena escondida en el bolsillo trasero de su pantalón de lona, oculta bajo un pliegue de su camiseta de verano, que se escapaba por un borde de la camisa. Cómo le hubiera gustado darle un buen golpe…! O tal vez regalarle a Joaquín quinientos perros para que hicieran sus necesidades sobre las chapas de la terraza, o que corrieran a todo galope y a grupa suelta pisando cuatro veces por cuatro los intersticios, transmitiendo el infernal tronar hacia abajo. Ya lo veía gritando, tapándose los oídos con las manos, pidiendo clemencia, que culminara todo ese bullicio que lograba espantar a la clientela. O, también, quemar todos sus rectangulares billetes prolijamente guardados en su caja fuerte. Su caja permanecía allá, claro, y él?... qué estaría haciendo allí, en el colectivo, viajando con tanta lluvia suelta, en lugar de atender su negocio? Podía notar en sus ojos una expresión de odio, una esbozada imagen de contratiempo que, a último instante, se hubiera presentado. No supo, a lo mejor, se habría caído una estantería; la registradora no funcionara, el inspector de salubridad habría aparecido “in fraganti”, habrían abierto otro almacén a dos cuadras… podrían ser muchas cosas; mientras tanto, Andrés lo siguió viendo pegándose con la gente. Le gritó a una abuela. Tuvo odio y deseó pegarle otra vez, en la nuca; vio sus ojos inyectados; recordaría a Joaquincito, que seguiría durmiendo muy plácidamente, en su camita calentita, a salvo de la pegajosidad de la lluvia, mientras él, su tío que tanto velaba por su seguridad y su manutención, había tenido que abandonar su negocio llevado por un desperfecto que le había impedido subir la cortina metálica. Ah, pero eso sí, ni bien llegara del centro para solucionar el desperfecto, se vengaría: entraría ochocientas mil veces a la pieza, haciendo ruido con las llaves, con la caja fuerte, con los billetes y, de paso, tosiendo un poco, porque hasta le habría agarrado alguna pulmonía por haber salido sin paraguas. Después, si quedaba alguna lata vencida de arvejas o una caja de avena, le prepararía algo de almorzar, pero no demasiado, eran tiempos difíciles y no se podía permitir el lujo de cerrar el negocio al mediodía. En un descuido de Mauricio, su cadena se rompió, enganchándose con un portafolio, cayendo al piso las llaves, entre el revoltijo de zapatos. Andrés aprovechó la ocasión para recogerlas y guardárselas en el bolsillo. Se controló; al final no le voló de un manotón la cara. Bajó del colectivo en la siguiente parada y tomó otro, regresando. Joaquincito estaría durmiendo, pero si le golpeaba fuerte la persiana del negocio, le abriría y lo haría entrar. Le pediría que le mostrara la caja fuerte. Tendría tiempo, los días de lluvia el tránsito estaba pesado, lerdo, la gente se malhumoraba y se tardaba en llegar a destino. Diana no sería problema, la convencerían con la mitad y podría marcharse con su amante. A que no tardaría mucho en abrirla?

Marcelo Pérez
4/Noviembre/1983


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