miércoles, abril 22, 2020

LA BESTIA ESTÁ EN CASA Romelio Baide Cardona Grupo Paginantes en Facebook Nº 105



LA BESTIA ESTÁ EN CASA *Romelio Baide C.

  El olor a alcohol propio de los hospitales se mezcló con el ambiente de súbita confusión y tristeza que invadió los pasillos. Cuando la enfermera salió para avisar a los familiares de Verónica que ella y su niña habían muerto durante el parto, el llanto histérico de ellas rompió bruscamente el silencio, su deambular anárquico por el pasillo alteró la tranquilidad aprehensiva que reina en los hospitales.
  Ramona, su madre, se contorsionaba y su mueca de dolor desdibujando su rostro envejecido bañado de lágrimas movía a conmiseración a todos cuantos la miraban; poco a poco los sollozos compungidos fueron sustituyendo la escandalosa escena de la primera impresión. Algunos familiares que llegaron después al llamado de ellas, y menos afectados por el impacto de la noticia se acercaron a las enfermeras para indagar sobre los trámites para retirar los cadáveres.
  Hacía aproximadamente una hora; cuando Verónica llegó al hospital acompañada de su madre y sus dos hermanas mayores, despertó la preocupación de médicos y estudiantes; un embarazo a sus tiernos catorce años; su baja estatura acentuada por la gravidez abultando su abdomen, su dolor de cabeza pulsando en su cráneo amenazando hacerlo saltar en pedazos, su cara hinchada hasta simular la rubicundez del sol anunciaban a gritos que se trataba de una pre eclampsia con alto riesgo de muerte.
  El velorio de Verónica se organizó con la solidaria participación de las vecinas del barrio; bolsas de café, pan, alimentos llevados de todas las casas vecinas y repartidos entre los presentes para espantar el sueño, un modesto altar con flores naturales traídas de los patios vecinos; un fondo hecho de sábanas blancas sobre la pared, el rostro de patética tristeza de un cristo exhibiendo su corazón rojo y sangrante en el pecho al centro del altar y sobre el humilde ataúd, una “retratera” con la foto de Verónica exhibiendo toda la inocencia de su niñez en su sonrisa franca que mostraba la blancura de sus dientes enmarcados en sus carnosos labios rojo, su cabello negro abundante y ensortijado cayendo en sus hombros.
  El transcurrir del tiempo, las muestras de pesar y acompañamiento de amigos y familiares fueron llevando resignación y sosiego al corazón de Ramona, quien sentada en la humilde cocina mientras un grupo de mujeres rezaba, cavilaba sobre el drama que rodeó la muerte de su hija.
  Y entonces pudo darse cuenta, con el estilete de la culpa atravesando su corazón; que la muerte de Verónica había comenzado aquella mañana cuando a sus tempranos diez años le cruzó la cara con una bofetada al escuchar de sus inocentes labios que Agenor, su compañero de hogar había llegado hasta su cama la noche anterior, acariciado su cuerpo, besado por la fuerza sus infantiles labios, deslizado sus grotescos y urgidos dedos en su entrepierna tenazmente cerrada, sin llegar a comprender las razones ni las intenciones de su padrastro.
  Con una expresión de rabia y de ocultos celos le reprochó sus mentiras y no tuvo empacho en dejarle saber sus sospechas de que fuese ella quien estaba seduciendo con sus coqueteos calenturientos a Agenor.
  Las visitas nocturnas del padrastro se repitieron hasta quebrantar la frágil resistencia de Verónica, que cada noche era sometida a la bestial y enfermiza pasión de aquel hombre que besaba sus labios tiernos, acariciaba su espalda; sus besos en sus núbiles y turgentes pechos enervaban sus bajos instintos, jineteaba bruscamente sus entrañas traspasando de dolor y repulsión su pecho, sus sollozos se ahogaban callados por el temor de despertar a su madre.
  Ramona había cambiado su comportamiento con Verónica; las miradas lascivas de Agenor a la niña; la mirada huidiza y temerosa de Verónica y la sospecha del enamoramiento enfermizo de su compañero hacia su hija le fueron llenando su corazón de celos y rencor hacia ella.
  Los maltratos físicos, los regaños y reproches se hicieron frecuentes hasta convertir su vida en un terrible martirio.
  Al enterarse Ramona del embarazo de su hija, y ante la certeza de quién era el padre de la criatura que llevaba en su tierno vientre; descargó todo el despecho, los celos y la rabia contenida contra su compañero golpeando sin piedad a Verónica mientras le gritaba fuertes insultos; hasta sentarse agitada, con el resuello agitado saltándole en su pecho.
  Verónica, con el dolor físico macerándole sus carnes y la pena del odio de su madre partiéndole su corazón se retiró a su cuarto entre lastimeros sollozos y acompañada de sus hermanas que reprochaban la actitud de su madre y contenían la rabia hacia su padrastro por el temor de ser víctimas de la forma bestial e inhumana en que había tiranizado las relaciones familiares desde que su madre lo llevara a su casa como su compañero de hogar.
  Verónica; al llegar aquella tarde al hospital fue trasladada inmediatamente a la sala de atención al verificarse la inminencia del parto.
  Las enérgicas contracciones de su vientre grávido le provocaban un inmenso dolor hasta sentirlo romperse, su rostro perlado de sudor y con una mirada borrosa y de pánico perdida en el techo, un intenso dolor de cabeza pulsando sin piedad en sus sienes presagiaban un desenlace fatal.
  De repente sus ojos desorbitados parecían salirse de sus cuencas; su cuerpo comenzó a estremecerse con los enérgicos espasmos de las temidas convulsiones producidas por la enfermedad que complicaba su parto. Sus brazos y piernas crispadas, su cuello marcado por el tortuoso trayecto de sus hinchadas venas presagiaban un doloroso final para aquel infortunado embarazo producto de las repetidas y salvajes violaciones a que la sometiera su padrastro; amparado en la complicidad temerosa de su madre.
  Súbitamente, de sus entrañas brotó abundantemente un líquido color verdoso y de consistencia viscosa, seguido del nacimiento de un cuerpo pequeño y flácido con un fatídico color violáceo en la piel y sus labios.
  Justo al nacer aquella niña de fugaz existencia; los enérgicos espasmos de las convulsiones que habían sacudido el cuerpo de la joven madre durante el parto cedieron de repente, y una palidez de muerte pintó de tragedia el cuerpo de Verónica.
  La vida se le fue de pronto en aquel mar de flujos y sangre que corría desde sus entrañas y bañaba sus piernas; pocos minutos después su hija se moría cerrando su paso trágico y fugaz por la vida.
  La muerte solícita y burlona recogía entre sus brazos la vida de aquellas pequeñas criaturas.
  Y Ramona se mordía calladamente el dolor y el remordimiento de su culpa, las lágrimas rodaban en sus mejillas y los sollozos repetidos delataban la pena que abrigaba en su corazón por la muerte de Verónica.
  Aquella noche desde la cocina; auxiliada por las bombillas improvisadas para el velorio y la luz de la luna bañando el patio; pudo ver a Agenor con sus labios atrapando un cigarrillo y dibujando una sonrisa burlona mientras jugaba cartas con otros hombres que llegaron a acompañar el velorio.
  De repente una expresión de resignada determinación se dibujó en su rostro, se levantó de la silla que ocupaba hacía ya varias horas rumiando su dolor y digirió sus pasos a la habitación que compartía con Agenor. Todos miraron con cierta sorpresa, sin llegar al asombro el súbito cambio que se dio en la expresión de Ramona, que ignorando las miradas siguió sus pasos hacia la habitación.
  Agenor levantó por instinto la mirada y sus ojos brillaron en una expresión de pánico. Frente a él con la mirada fría y la rabia dibujada en su cara delatando el odio acumulado en su corazón por muchos años de humillaciones; estaba en pie Ramona, sosteniendo en sus manos la pistola que él guardaba bajo su almohada al llegar a su casa.
  Una detonación brevísima y seca se alzó por los aires resonando ecos de muerte y Agenor se desplomó con un balazo certero en medio de sus ojos; finos hilo de sangre recorrieron su rostro hasta unirse con la tierra; él había caído de espaldas y ahora yacía con sus brazos abiertos en cruz.
  Ramona bajó los brazos y miro por última vez el cuerpo de Agenor cuando aún de su pecho desfalleciente se escuchaba estertoroso y descompasado su último pálpito de vida.
  Con la mirada inexpresiva, Ramona caminó despacio hasta la sala entre la confusión de los presentes; se detuvo ante el ataúd y bajó los ojos hacia el rostro de Verónica; liberada de odios, celos y rencores acumulados por años; pudo verla por primera vez con los ojos de madre llenos de amor.

R. BAIDE


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