DOBLE SILENCIO
(Cuento) por Marcelo
Pérez
El frío helado pegó en el pecho, rebotó,
eligió los brazos donde colarse y se extendió hacia las manos. Alguien había
abierto la ventana, pensó que era una muy buena ocasión para levantarse,
cerrarla y tomar un poco de café. Abajo se veían pasar los autos: como seres
perseguidos; dos pisos hasta tocar el asfalto, la gente era la misma: los
rostros afiebrados en las solapas altas, el aliento calcinado en los ojos. A
veces en la vida no se podía aprenderlo todo; era un instante el que caminaba,
se detenía, vibraba, pensaba, deliraba. Pero él era ese instante, él era lo que
caminaba, lo que se detenía, lo que pensaba y lo que deliraba. No sabía; decían
por ahí que eso era vivir. Llegó a la cocina, encendió una hornalla, puso sobre
el fuego la cafetera. Después se acercó a la ventana y la cerró, no pudiendo
evitar que se colara una última mano de viento que, como jalea, se pegó a su
estómago, junto con la camisa blanca. El día estaba gris. Inclusive se
respiraba un aroma a plomo recién fundido que horadaba con su filo. El hombre
habló y dijo: “No es aquí, en nuestra tierra, donde las flores y los huertos
lucen con toda su inmortal belleza y…” A veces pensaba que las cosas estaban
para ser sentidas: porque el frío, porque el calor y porque cuando hacía frío
uno se abrigaba y usaba hasta prendas que ya había dejado de usar, porque hacía
frío, sin comprender que el frío estaba para sentirlo, y si no, para qué? Lo
mismo el calor. Pero el calor era algo distinto; estaba para sufrir y se sufría
y se debía sentir que se sufría. Sobre la mesa seguía estando el tedioso libro
donde, a cada párrafo, se leían cosas que ya todo el mundo sabía, pero aún así
se repetían porque el editor fue obligado a repetirlas una y mil veces hasta
encontrar el hartazgo del lector y herir su poca paciencia o su templanza de
hombre mundano y moderno. Dejó que la cafetera estallara; de todas maneras, se
le habían ido las ganas de tomar café. Apagó la cocina, se puso el saco y
salió. La escalera de madera otra vez graciosa, grasosa, mugrienta, volvió a
presentarse empinada, peligrosa, un sitio ideal para encontrar al pie sentado
algún borracho sin hogar, a las cuatro de la madrugada. La puerta de calle
chilló como siempre, al ser abierta; allí, abajo y afuera, se presentó otra vez
el frío y el viento no pidiendo permiso, colándose detrás de las orejas y las
solapas. Hizo como si las cosas no le importaran, puso sus manos en los
bolsillos y caminó unas cuadras bajo el ruido infernal. Tal vez si hubiera
tenido el tiempo suficiente en su vida hubiera aprendido muchas otras cosas;
aunque no era momento para lamentarse porque el tiempo para haberlo hecho nunca
existió; tendría que ser una división del tiempo, así como el tiempo para
alimentarse lo era; no, debería existir algún cerebro privilegiado que estipulara,
estableciera el tiempo para lamentarse, lo fijara con pautas y patrones
inexorables –así como quien haya establecido las estaciones, las horas, los
minutos- y todo aquel que quisiera pudiera recurrir a él y tomarse su tiempo.
El ahora tenía tiempo para pensar y no deseó pensar si el tiempo pudiera
también encuadrarse como lo hacían los números en el reloj, formando el círculo
perfecto. El tiempo para pensar era el único tiempo libre: allí todos y cada
uno podía de él abusar, hacer horas extras y hasta extralimitarse, ya que nadie
debía venir y rendir cuentas o decir: “Señor, Ud. no pensó lo necesario el día
tal a la hora tal”. En poco tiempo, en poco otro tiempo, su propio mundo había
cambiado: ya sabía que las cosas estaban para ser sentidas y que sería de
alguien poco racional no experimentarlas y reconocerlas como lo que realmente
eran. Por eso había sentido ciertas cosas que, en ese momento, su mente
esparcía como en un íntimo caleidoscopio para su mejor observación: un nombre
iba de allá para aquí, agitándose nerviosamente: Viviana González. Su filosofía
de sentir las cosas le había obligado a casarse con ella, en un tiempo que
había sido de los dos y que todavía lo seguía siendo, pero que, sin embargo, él
deseaba que lo fuera más de él. Porque ansiaba el momento en que ambos se
separaran, todas las mañanas, para que cada uno fuera a su trabajo, y así él
olvidar su cutis, su cuerpo, su sonrisa, y despedirla con un beso que ella otra
y otra vez daba con gusto, pero “mi amor son las ocho y debo irme”. Quizás
también alguien con los suficientes conocimientos debería ocurrírsele eso de
oficializar el “tiempo para ambos” y decir “amarse” y ser amados. Había oído
hablar del hastío tan característico en las parejas, inclusive había leído
muchos artículos donde psicólogos o terapeutas confirmaban los descubrimientos
de nuevas y cada día más asombrosas técnicas y tácticas para que las parejas en
crisis volvieran a reflejar toda su propia diafanidad, como en un principio; y
cuanto más escuchaba o leía acerca del tema, más se convencía que a alguien
debiera confiar su problema. Por fortuna Viviana no lo había notado, o cuando
menos, él trataba de que ella aún no se diera cuenta, ya que mucho era de su
conveniencia que él sólo supiera del asunto, para así poder llevarlo a una
conclusión satisfactoria. Pero cuanto más recordaba los artículos y las
entrevistas, más a su mente llegaba eso de que el problema debía hablarse entre
los dos y resolverlo juntos; no, eso de ocultarlo era una estratagema muy tonta
y una salida que conduciría a ningún lado. Tampoco obraban resultado positivo
las creencias de que en este mundo las cosas estaban para sentirlas: podía
sentir el frío, el humo, la gente, los ruidos, pero su ser no tiritaba de
impaciencia por llegar de noche a casa y abrazarse a Viviana. Compró un atado
de cigarrillos y regresó al cuarto inmundo y sucio. Ya había llegado Telma y
estaba acomodando sobre su escritorio una parva de papeles. Le dirigió un
“Buenos días” demasiado cálido, como si en verdad fuera viernes, pero no, el
lunes era así, y Telma parecía no saberlo. O acaso para ella todos los días
fueran viernes? Estaba vestida con pantalones tan ajustados que le marcaban por
debajo las nalgas, apenas contenidas en una bombacha así de chiquita. Telma
tenía cuarenta y tres años y él lo sabía. Hacia nueve meses que trabajaba allí,
y sólo él también sabía las veces que sus miradas se cruzaron, o sus manos se
rozaron al alcanzarse los papeles, o el perfume con que a veces ella venía, que
lograba turbar sus sentidos cuando pasaba a su lado. Telma no era una mujer
fea; no había tenido suerte: según ella, tuvo muchos novios, pero ninguno había
tenido la valentía de continuar hasta el final, a pesar de todo, y casarse.
Durante el resto de la mañana hasta la tarde, continuó pensando en ella y sólo
en ella. Y de vez en vez desviaba su mirada del teclado de la máquina de
escribir y la observaba atender el ruidoso teléfono o estirar su cuerpo para
alcanzar unos papeles de la gaveta empotrada en la pared. Era allí cuando su
vista se perdía más, porque los senos se derramaban debajo del pulóver de lana
color bordó y parecían flotar en un mar de piel y frescura. Eran senos grandes,
no pesados; cabrían en su palma, bien abierta. Seguro que no usaba sostenes. No
importaba, así era mejor. Entonces pensó en los senos de Viviana y ningún
estremecimiento recorrió su estómago pasando por entre sus piernas, pero sí
cuando imaginó a Telma desnuda, en la cama. Qué pasaría si le comentara a ella
su problema? Después de todo, ella era una compañera de oficina que entendería
esos asuntos y tal vez pudiera saber alguna solución aceptable. No acertaba
cómo comenzar. Tenía conciencia de lo que por momentos sus labios estaban
próximos a pronunciar, pero cuando Telma caminaba de un lado a otro, el menear
de su cadera lo confundía todo y debía comenzar a pensar otra vez en la ilación
de las palabras. Hasta que se decidió. Se puso de pie, perdió un instante
mirando por la ventana para ver si todo seguía en calma y normal, allá afuera;
luego acomodó algunos papeles en la gaveta, observó desde allí a Telma pasar en
limpio cifras, se acercó a su escritorio y le dijo que tenía que hablarle, que
estaba en un problema y que le gustaría charlarlo. Ella dijo que sí, no tenía
inconveniente. De pronto hubo otra clase de ruido, y afuera se derramó una
lluvia que empapó hasta las nubes. El cielo plomizo había cumplido su promesa;
abajo los escalones estarían más sucios y grasientos que nunca, y el miserable
del encargado se pasaba las tardes enteras en algún bar… Las cinco de la tarde
parecieron las cinco de la tarde del día siguiente, por todo lo que tardó en
llegar. Cerraron la puerta y bajaron los escalones; un olor a orina se
traslucía por las paredes. Abajo la calle actuó como una bendición. Caminaron
un par de cuadras y entraron en una confitería. A él no le gustó el lugar,
había mucha gente, mucho humo y una música chillona estaba a tan alto volumen
que los clientes tenían que alzar la voz lo necesario como para que pudieran
entenderse lo que se decían.. Telma ofreció de ir a su casa, que no quedaba
lejos y que, además, allí estarían más cómodos. El no supo qué contestar, en la
casa de ella se sentiría más confuso, porque allí todo tendría su olor: los
muebles, las paredes, las cosas. Y así fue. Caminaron otras tantas cuadras,
subieron en un ascensor hasta el sexto piso de un edificio de departamentos.
Ella dio unas vueltas con la llave, entreabrió la puerta, tanteó con la mano en
busca del interruptor y encendió la luz. Allí todo era distinto y olía a ella,
como él lo había supuesto. Le dijo que se pusiera cómodo mientras prepararía
café. Prefirió el diván para sentarse; todo parecía estar en silencio justo
como para escuchar lo que hablarían. Hubiera preferido la confitería, allí, por
lo menos, las paredes hubieran sido confidentes en su secreto. Frente a él
había una reproducción de un desnudo de Goya. Podía ver los muslos de la mujer
tan virtualmente sonrosados por el pudor y algunas otras sombras que se perdían
con ayuda de la escasa luz artificial que a ellos llegaba. Telma trajo el café
y se sentó al lado de él. Tenía el cabello algo húmedo por la lluvia; le
gustaba verla servir el azúcar con sus manos bien rosadas, como la figura del
cuadro. Cómo empezar? “Telma, resulta que…”. No. “Mi esposa y yo no nos entendemos,
mejor dicho, creo que yo no entiendo más a mi mujer…”, o “Se me fueron las
ganas de entenderla…” No. Telma se acercó demasiado, fingiendo sacar una pelusa
del sillón. Podría comenzar con que no sabía lo que le ocurría cada vez que
estaba con Viviana; ya no era lo mismo. No. Telma, por favor, no te acerques
más. Vio y sintió cómo sus manos se apoyaron en su pelo, luego, con habilidad,
desprendieron tres botones de la camisa y fueron recorriendo su cuerpo, las
costillas, debajo de los brazos, hasta enredarse detrás de la espalda y
aproximar sus labios a su boca. También sintió el peso de su pulóver bordó que
ya molestaba y fueron sus manos en busca de los senos increíbles que tanto
había adivinado y los sintió así, espesos, fuertes, de hembra. Disfrutó el
calor y el candor que encendía su cuello detrás de sus orejas, el cabello
húmedo olió a pajar y a tarde de lluvia en un campo, donde los sentidos ya no
existieron porque habían sido sublevados por la pasión. Telma el descontrol.
Telma el deseo acumulado por el tiempo. Telma una isla donde refugiarse de los
problemas. Telma el amor. Telma desnuda, en la cama, sintiendo y gozando el
empuje de su cuerpo. Y más, y más, y más… La tenía allí, toda de él,
entregándose y no sabía cómo amarla mejor, a cada empuje. Pasó su brazo
izquierdo bajo su espalda y su mano se aferró como una garra a su cuerpo, a la
altura de su seno. Su otro brazo sólo se ocupó de dirigirse a sus cabellos y
con fuerza sujetarse a su textura, y tirar con extraña violencia. Fue la pasión
que ambos compartieron. Luego vino la paz esperada. Viviana de vez en cuando
también le proporcionaba la paz y después todo era lo mismo: las paredes que
parecían quedarse escuchando, el techo que se venía abajo de tantas promesas
nunca cumplidas de darle una mano de pintura, la soledad de los cuadritos de
vidrio y fantasía. A veces en la vida costaba aprenderlo todo, tal vez porque
nunca se terminaba por averiguar que realmente se debía aprenderlo todo. Y se
iba por ahí llevando entre los hombros la creencia; algunos lo intentaban,
otros desechaban, disentían. Otras veces, transcurrían y morían sin apenas
saberlo. Viviana regresó primero, esa noche, a casa. Cerró la puerta, prendió
la luz, dejó la cartera sobre la mesa del living y quedó con las manos en su tapado
y la cabeza gacha, como no deseando hacer el menor ruido. Todo había pasado
demasiado rápido como para haberse arrepentido. Acaso ella sabía que las cosas
estaban para ser sentidas? Tal vez sí. Porque en su trabajo hacía poco que
había comenzado Ricardo, un hombre fuerte, de piel morena y bigotes incitantes.
Nunca habían hablado de algo en serio. Nunca se habían rozado las manos al
alcanzarse algún papel, y aquella tarde, a la salida, sus cuerpos desnudos se
fundieron en una fría habitación de hotel de mala muerte. Se sentó en el sillón
y continuó su vista en el piso: allí estaba todo, grabado, recuerdo por
recuerdo, sabor por sabor, palmo por palmo, olor por olor y gusto por gusto.
Cerró sus piernas en busca del candor tenido y perdido: sintió como un cosquilleo,
como un volcán que la hubiera poseído y hubiera derramado en su interior
ramificaciones de lava al rojo, y cada una de sus extremidades había ido en
busca de una salida hipotética, más arriba, siempre más arriba, y desear más y
tener más. Luego pensó otra vez en un olor y en su olor, y despertó de su
imagen porque si no se bañaba antes que Jorge llegara, tendría que dar muchas
explicaciones que aún no podía dar. Afuera otra vez el frío, pero más
irracional, porque la noche se había cerrado como un tapón de estrellas, o como
el deshabillé que ocultó el cuerpo desnudo y sonrosado de Telma, al despedirlo.
No supo cómo volver a filosofar y pensar en otras cosas o tan siquiera resolver
su problema. Acaso había sido algo falso, inventado? Telma le había susurrado
al oído un “Hasta mañana”, como si mañana todo fuera igual, como si en verdad
después del trabajo fueran otra vez a su casa e hicieran el amor como si nada,
y ella le pidiese que no hablara de su esposa porque allí dentro los problemas
no existían. Telma una isla. La mirada melancólica no pudo alejarse de sus ojos
cuando abrazó a su esposa y perdió su nariz en su cuello y olió a jabón barato,
bueno, y a agua colonia. Luego se sentaron en el sillón y se contemplaron
largamente. En la mirada de ella creyó ver otra mirada. En los ojos de él creyó
ver la mirada de siempre, como si las cosas no hubieran cambiado a pesar que
una sombra de duda destelló en sus labios. Él intentó pronunciar o tan sólo
susurrar alguna frase, pero falló todo intento, las palabras conservaron pesos
increíbles, invariables. Ella, allí, también deseó hablar, iniciar una primera
acción, una orden que murió antes de ser gestada; no supo cómo calificar a
Ricardo. Se abrazaron nuevamente y quedaron en silencio, en espera.
Marcelo Pérez
2/Agosto/1983
PP 23 3 93
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