jueves, mayo 28, 2020

TIC-TOC Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 136

TIC-TOC Marcelo Pérez Grupo Paginantes en Facebook Nº 136

TIC-TOC
(Cuento) por Marcelo Pérez

Quién podría olvidar a René? Sus tres amigos seguro que no. Ahí estaban José, Ernesto y Arturo, sonriendo desde el papel de la foto, en el retrato que estaba sobre el mueble. Era martes y René se encontraba disfrutando una tarde de té. Afuera, sobre la avenida caían las primeras gotas de lluvia que prometía durar hasta bien entrada la noche. Sobre la mesa del living el vapor que despedía la tetera de porcelana formaba delicados arabescos perdiéndose en la calidez del ambiente. Acomodado en su sillón, René meditaba acerca de su pasado y su presente. Recordaba cuando era chico y la tarde que lo habían llevado a visitar, con mamá y papá, el museo de ciencias naturales, y cómo le había impresionado ver las vitrinas donde estaban pinchados un montón de insectos raros, y cada uno de ellos tenía un cartelito anunciando cómo se llamaban. Y desde ese día René guardó para sí una comparación entre las personas y los insectos. Mamá, por ejemplo, era una abeja: trabajadora, yendo de aquí para allá; papá, en cambio, era como una araña, atrapando cada oportunidad que se le presentaba en la vida y tomando buen partido de cada una a su entero favor. En papá siempre primaba, ante todo, su persona; luego, si le quedaba tiempo, se encargaba de los demás. Por ese motivo René, en la práctica, se crió a su albedrío, buscando datos en las enciclopedias para interiorizarse por su cuenta de cómo eran las cosas. Cuando papá murió René, a los treinta años, tuvo que hacerse cargo de la fábrica de aceites porque mamá estaba postrada en su sillón de mimbre y no entendía o no quería entender del manejo del negocio. René se despedía de ella con una caricia en su cabeza, cada vez que dejaba el hogar para ir a la fábrica. Y cuando mamá murió René ya era dueño de todo: un automóvil, la fábrica y la casa paterna. Fue cuando René comenzó a leer la página de avisos fúnebres del diario del domingo, una sección que, cuando era adolescente, nunca imaginó que se pusiese a leerla al llegar a los setenta años; y fue ahí que entendió por qué papá siempre la leía, decía que a veces encontraba algún amigo que se había muerto y que él no se había enterado. Así fue cómo papá fue quedándose sin amigos, sin que él lo supiera. Por eso siempre era bueno enterarse por el diario de las cosas. De esta manera René supo que a José, uno de sus amigos, le estaba yendo muy mal con su fábrica de neumáticos, porque leyó una solicitada publicada donde José anunciaba que estaba próximo a cerrar su fábrica, llamando a concurso de acreedores. René pensó que sería una muy buena ocasión para ir a visitarlo. Entre sollozos José le confesó que las ventas eran escasas y ya no podía sostener la fábrica. René lo escuchaba atentamente mientras sus ojos ejercían un extraño ping pong: iban y venían atrapados en sus órbitas en un movimiento apenas perceptible, pero que siempre sucedía cuando escuchaba que a alguien le iba mal en sus negocios. Era como un tic, una pequeña vibración de placer causaba en René enterarse de las desgracias ajenas. O sea que ese ir y venir nervioso de sus ojos podría sintetizarse como un “tic-toc”. Y mientras José le hablaba René debía sujetar con una mano sus ojos y con la otra embozar sus labios para que no se notara su contracción, formando una sonrisa para nada ficticia. José mencionaba algo con respecto a un préstamo que estaba solicitando a un banco, y que esperaba que eso lo ayudara, aunque más no fuera, a pagar algunos sueldos atrasados. René puso una mano sobre el hombro de su amigo augurándole que las cosas se irían a solucionar. Le dijo que pensaba hacer una cena el sábado, para todos sus amigos, en su casa, que la pasarían muy bien y que por favor viniera. Dejó a su amigo murmurando sus penas y mientras se alejaba notó que sus ojos recobraban la normalidad. Qué pena lo de José!. Si tan sólo René pudiera sentir algo al respecto, mas su satisfacción se vio colmada al conocer de cerca la terrible realidad que ensombrecía la vida de su amigo. Llegó a su fábrica de aceites y no quiso hablar con nadie. Fue a su oficina, se sirvió una buena copa de cognac francés, brindando por su fábrica, sus empleados y su buena fortuna en los negocios. Y a José le iba mal! Recordando eso sus ojos volvieron a moverse vertiginosos: “tic-toc”, “tic-toc”. Se sentó en su sillón de pana, tomando su cabeza entre sus manos y riendo, riendo. Y si José le pidiese prestado algo de dinero, cuando lo viera en la cena? No, no podría ser. Le diría que tenía todo embargado, que no podía tocar nada. Además, René estaba seguro que el banco no le otorgaría el préstamo, al ver la paupérrima condición en que se encontraba. No contaría con las garantías suficientes. Volvió a reír, sirviéndose otra copa de cognac. Cuando el vaivén de sus ojos se calmó recordó a su otro amigo, Ernesto, y en qué andaría. Sabía que tenía una fábrica de chocolates. Hacía tiempo que no tenía noticias de él. Buscó en su agenda y encontró un teléfono y una dirección. Creyó conveniente hacerle una visita sorpresa, seguro que Ernesto se pondría contento. Sin embargo las cosas fueron distintas, porque cuando René llegó al lugar se encontró con un gran cartel de remate en el frente de la fábrica. Ernesto explicó que las ventas habían caído y tuvo que despedir a todos sus empleados por lo que se vio en la obligación de deshacerse de todas las instalaciones. René escuchaba hablar a su amigo y enseguida comenzó a sentir vibrar sus ojos. A Ernesto le estaba yendo mal! Interiormente René sintió asomarse un regocijo. El tic-toc de sus ojos, iniciando el ping pong del éxtasis, había comenzado. En un momento René debió taparse la boca con una mano porque estaba asomando una sonrisa en respuesta de escuchar las malas noticias que su amigo le contaba. Y no hubiese sido bueno que Ernesto notara el estado de felicidad que florecía en René. Se despidió de su amigo palmeando su hombro, confortándolo, diciéndole que las cosas se irían a arreglar y todo iría a salir bien, que no se preocupara. Además, le habló de la cena de reencuentro que quería hacer en su casa, con sus amigos, el sábado, y le pidió que no faltara. René regresó a su fábrica lo más rápido que pudo, a sentarse en el sillón de pana de su oficina a brindar con su cognac predilecto, enorgulleciéndose de su buena ventura: las ventas estaban yendo muy bien, todo el mundo necesitaba consumir su aceite. Y fue cuando se acordó de Arturo. Arturo era dueño de una empresa de autos de alquiler. Había visto una publicidad en una revista, hacía poco, por lo que supuso que sus negocios irían viento a favor. René apenas pudo esperar al otro día para hacerle una visita. A la mañana siguiente, una mañana espléndida, de esas en las cuales el sol convidaba a pasear y divertirse, René la aprovechó para llegar a donde Arturo tenía su local de alquiler de autos. En sus buenos tiempos, según René pudo escuchar de boca de su amigo, solía tener una flota de quince automóviles trabajando diariamente; pero ahora tuvo que reducirse y contar sólo con dos autos, absolutamente parados porque ya no era negocio rentable. René escuchaba todo mientras sus ojos iniciaban su loca coreografía dentro de sus órbitas. Qué placer escuchar lo mal que le iba a Arturo!. El tic-toc de los ojos así lo comprobaba. Ante la caída de la primera lágrima rodando por la mejilla de Arturo mientras contaba su depresión, los labios de René comenzaron a estirarse en una sonrisa de placer, debiendo ser cubiertos por sus manos. De todas maneras y, para que no se notara, René palmeó el hombro de su amigo brindándole valor ante las vicisitudes que le presentaba la vida y le pidió que no faltara a la cena de camaradería que daría en su casa. René se despidió de Arturo y recién en la calle pudo soltar su risotada, necesitando usar el pañuelo para secar sus lágrimas de alegría. En su oficina, sentado en su sillón de pana, provisto de una buena ración de cognac, evocó la figura de su padre tratando de recordar si él también hubiera sentido o actuado lo mismo al enterarse de la mala fortuna de algún amigo. Creyó que si, porque no recordaba haber visto a su padre reunido con sus amistades, alguna vez. Pero él, como hijo único, era distinto, porque él sí se preocupaba por sus amigos. De hecho, la prueba estaba en que los había invitado a cenar en su casa y ya vería cómo ayudarlos, aunque más no fuera, espiritualmente. Cuando llegó el sábado a la noche René ya tenía todo preparado: la mesa servida con cubiertos de plata; una botella de excelente vino en el centro; platos de loza inglesa; servilletas de tela de París recién traídas; copas de cristal de Murano y un pato asado con papas que él mismo había cocinado para agasajar. Qué más podía pedir René? Y ofrecer? Fue al baño y se miró en el espejo, buscando alguna maniobra facial para evitar el ping pong de sus ojos cuando estuviere hablando con sus amigos. Y debería tener especial cuidado con su sonrisa, que lo delataría de una manera vil. El timbre sonó, en la puerta se recortaron las figuras de sus tres amigos, habiéndose puesto de acuerdo para llegar juntos. René los hizo pasar pletórico de alegría, tal vez preso de un estado de desesperación y ansiedad por llegar el momento en que estuviesen todos distendidos, sentados a la mesa, y volver a escuchar de boca de cada uno sus tristes historias. Entre los tres habían traído una botella de caro cognac, sabiendo que René era un exquisito diletante de esa bebida. Saboreando todos los primeros bocados del pato, René volvió a preguntar a cada uno a la vez por la situación económica en la cual se encontraban. José y Ernesto secaron sus lágrimas recordando sus particulares casos, los que habían momentáneamente olvidado durante el transcurso de una conversación acerca de trivialidades. René no pudo contener su sonrisa, quedando mirando al techo, simulando que le había caído una cascarita de pintura. Sus ojos comenzaron a temblar para luego iniciar el tic-toc. Se cubrió con la palma de la mano la vista y les habló así durante largos minutos, en espera de que culminara el fenómeno. Qué placer escuchar de nuevo esas tristes historias!. Y él, que estaba a salvo, disfrutando los buenos dividendos que provocaban las ventas de su fábrica!. Y Arturo que había tenido que reducir su flota de autos!. René ya tenía demasiado con todo esto, estaba seguro que, por un tiempo, no los volvería a visitar. Para despedirlos con todo placer, reafirmando la amistad entre todos, abrió la botella de cognac que le trajeron y preparó café. René sirvió la espirituosa bebida en una copita, reservándose para sí ser el primero en probarla. Una copita no bastó, sacó una copa más grande, sirviéndose hasta la mitad, pidiendo a sus amigos que aguardaran hasta que él lo degustara. René se sentó teniendo la copa casi vacía ya. Veía a sus amigos que, a su vez, lo contemplaban en silencio, notando que la luz se iba apagando de a poco hasta desaparecer por completo. René intentó decir o gritar algo, pero de su boca no salieron palabras. No podía moverse, sus músculos se habían atrofiado. En instantes la piel de René quedó seca como un cuero tendido al sol. Qué le habían puesto en el cognac? René nunca lo supo. Quién podría olvidar a René? Sus tres amigos seguro que no. Ahí estaban José, Ernesto y Arturo, ofrendando con sus miradas un postrer saludo. Tic-toc, tic-toc…

Marcelo Pérez
11/Mayo/2020

PP  23  3  136



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